I.
La mayoría de los libros que he leído este año me han parecido increíblemente mediocres. Y aunque puedo afirmar, sin titubear, que en lo personal me encuentro quizás en la mejor etapa de mi vida, en estos últimos meses me he sentido muy miserable. Sé que no es del todo su culpa, pero reflexionando sobre mi estado de ánimo hace unas semanas llegué a la conclusión de que gran parte de este desasosiego se debe a las lecturas que he realizado en este tiempo. No es una exageración. No sé los motivos que tengan los demás para acercarse a la literatura de manera deliberada, pero en lo que a mí respecta todo consumo de una obra artística tiene que ver con paliar cierta angustia: saber que hay otras vidas posibles, que el mundo es algo más que esto que nos tocó vivir y en el camino sentirnos un poco menos solos. Ahora, cuando lo que consumes en su gran mayoría es algo muy mediocre esta angustia se acentúa.
Para ser justos, tampoco es que sea particularmente culpa de los autores que he leído. Mis años de formación quedaron hace tiempo atrás y resulta ingenuo esperar hoy en día ese deslumbramiento de hace veinte años cuando, entre la transición de la adolescencia a la vida adulta, descubrías un día sí y otro también las mejores obras de los que terminarían siendo tus artistas favoritos. Ni qué decir de tus años universitarios, cuando en un mismo mes podías leer por vez primera a un Camus, a un Cortázar, a un Auster…
Así, en estos últimos meses me he visto en la necesidad de evocar algunos de los mejores días pasados que han alcanzado ese punto que señalaría Chris Cornell sobre la música de Jeff Buckley en el que parece que la raza humana no es del todo mala, de que la vida merece ser vivida y de que hay belleza y brillantez en la humanidad. En cuanto a la literatura, sólo dos obras me han provocado ese sentimiento en los años post pandemia: los descubrimientos tardíos de El banquete celestial de Donald Ray Pollock, ese western de tintes tarantinescos con una sensibilidad afligida muy al estilo de Jarmusch; y Los versos satánicos, el libro maldito de Salman Rushdie que ha sido una de las novelas más divertidas, trágicas, emocionantes, amargas y perturbadoras que haya leído jamás.
Recuerdo que tras sus lecturas me sentí genuinamente feliz. Recuerdo también que en el núcleo de ambas novelas se escondía una profunda tristeza.
II.
Lo anterior me remite a un estudio que presenté en la universidad sobre Los siete locos de Roberto Arlt y que titulé – muy atinadamente, según mi humilde opinión – “Sadismo literario”.
El texto intenta responder a la pregunta de por qué la obra de Arlt produce una satisfacción estética en el lector que entre sus páginas se encuentra con una producción literaria encauzada por una visión pesimista del mundo.
El mismo escritor argentino, al reflexionar sobre su propia obra, lo planteaba de esta manera: “¿Qué opino de mí mismo? Que soy un individuo inquieto y angustiado por este permanente problema: de qué modo debe vivir el hombre para ser feliz, o mejor dicho, de qué modo debía vivir yo para ser completamente dichoso… Al novelar a estos personajes comprendo si yo, Roberto Arlt, viviendo del modo A, B o C, sería o no feliz”.
En su ensayo El arte de inventar, el periodista Pablo Montanaro apunta que el autor de Los siete locos “compuso su obra con un lenguaje feroz, pero al mismo tiempo revelador y de una belleza dolorosa que resulta difícil de olvidar. Roberto Arlt escribía con rabia y con ingenio, con energía y apasionamiento. No podía ser de otra manera para una obra que indaga y refleja constantemente sobre la condición humana y lo más secreto de una sociedad. Es hacedor de una literatura descarnada”.
Y a pesar de que Arlt – dividido entre un humor negro y cierto cinismo hiperbolizado –, renegaba de la misma literatura, muestra retazos de una prosa en donde la rabia y la contundencia no están peleadas con la elegancia y el lirismo, como en el episodio donde su protagonista Erdosain se encuentra con María: “Había algo más hermoso en todo aquello, la dulce fiebre que caía de sus ojos a momentos verdes y a momentos pardos. Y su silencio. Erdosain recuerda viajes en ferrocarril; está sentado junto a la criatura, que ha dejado caer la cabeza sobre su hombro, él enreda los dedos en los rizos y la criatura de quince años tiembla en silencio. Si ella supiera ahora que él proyecta matar a un hombre, ¿qué diría? Posiblemente no entendería esa palabra. Y Erdosain recuerda con qué timidez de colegiala levantaba el brazo y apoyaba la mano en sus mejillas ríspidas de barba: y quizás esa felicidad que es la que él perdió es la que se necesita para borrar del semblante humano tanto vestigio de fealdad”.
Y es aquí, en esta unión entre la desolación y cierta poesía romántica, donde reside el goce estético, el placer de la lectura. Barthes lo dijo mejor: “Todos los análisis socio-ideológicos concluyen en el carácter deceptivo de la literatura… en todo caso la obra sería finalmente escrita por un grupo socialmente decepcionado o impotente, fuera de combate por situación histórica, económica, política; la literatura sería la expresión de esta decepción. Estos análisis olvidan el formidable reverso de la escritura: el goce, goce que puede explotar a través de los siglos fuera de ciertos textos, escritos sin embargo bajo el amparo de la más oscura y siniestra filosofía”.
Eso es: el goce en la oscuridad, una belleza que duele, cierto sadismo literario.
En una obra caracterizada por la angustia, el vacío existencial y las fuerzas sociales opresoras Roberto Arlt obtendría material para una de sus más destacadas obras literarias en una bibliografía que lo colocaría como un autor de culto y, de paso, como uno de los mejores escritores argentinos del siglo XX; y un estudiante de literatura encontraría alguno de los versos más formidables que haya leído jamás en la postal donde una mujer descansa su cabeza sobre el hombro de un tipo que planea cometer un asesinato.