Soy de un pueblo pequeño al Norte de México. De niña soñaba con ir al cine, subirme a un transporte público o recorrer los pasillos de un centro comercial como los que veíamos en la tele; ¡qué va!, si con trabajos teníamos un centro médico que nunca se daba a basto.
Crecí con el privilegio de poder viajar a una ciudad grande para atenderme con algún especialista cuando el médico general de mi comunidad, el querido doctor Palma, ya no tenía las respuestas a un dolor; no había equipo para hacer tomografías y es hora de que aún no hay un cardiólogo que atienda a los cientos de pacientes de infartos. Recuerdo la emoción cuando se abrió el primer Oxxo y la única tienda departamental que daba todo en abonos. Nos sentíamos grandes y cosmopolitas, aunque nos faltaba mucho para serlo. Todavía hay posibilidades infinitas de crecimiento en mi tierra, sigue siendo pueblo, pero por eso mismo tuve una infancia que no cambiaría por nada.
De niña podía caminar sola a la escuela y pasaba las tardes en bicicleta con mis amigas sin necesidad, sin el miedo de que algo malo nos fuera a pasar. Mis hijos han descubierto que en mi Magdalena todos éramos primos y tíos de cariño y conocemos a los demás por apellido y los apodos, como los Félix de la ferretería, los Cuervos del hotel o los Changos de la farmacia.
Los domingos eran de plaza e iglesia; de ir a dar la vuelta por la misma calle hasta marearnos. El de la tiendita de la esquina nos fiaba, las maestras eran nuestras vecinas, el de la gasolinera nos saludaba de nombre y hasta en los tacos sabían lo que íbamos a pedir antes de sentarnos. Nos conocíamos todos. A veces era pueblo chico, infierno grande; pero casi siempre fue como crecer en una familia inmensa.
Esos lugares que apenas figuran en el mapa es lo que muchos llaman hoy, en el contexto político, “comunidades rurales”. Yo crecí en una, por eso me encanta pueblear y conocer, meterme en las entrañas de tierras propias y prestadas, descubrir con asombro lo que para los que viven ahí es muy cotidiano. También entiendo ese sentido de protección y complicidad que existe entre ellos, el frente unido para las amenazas de fuera y las ganas de resistirse al cambio porque da pereza o miedo.
El pueblo nunca sale de uno, aunque el cuerpo de uno se haya ido hace tiempo. Esto es lo que no han entendido los políticos. Ser rural no es sinónimo de ignorancia. No somos pobrecitos; todo lo contrario, somos resilientes, nos las ingeniamos, todavía tenemos capacidad de asombro, de sueño, de construcción y territorio virgen. Somos el canva que quieren grafitear a la ligera, cuando nos sabemos obra de arte. Un pueblo no es lo de menos, sino lo más. No nos tomen por sentado, mejor tómense el tiempo de conocernos.
Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística. Es la fundadora de Conecta Arizona, la productora del podcast Cruzando Líneas y la coproductora y copresentadora de Comadres al Aire. Es becaria Senior programa JSK Community Impact de Stanford, The Carter Center, EWA, Fi2W, Listening Post Collective, Poynter y el programa de liderazgo e innovación en periodismo de CUNY, entre otros.
Por: Maritza L. Félix
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