/ jueves 1 de agosto de 2024

Cruzando líneas | La miopía al migrar

Cuando uno migra se desprende de partes del ser que van abonando los sitios de paso; nos vamos reconstruyendo con lo que encontramos: a veces viento, y otras, hierro. Al final uno llega roto, pero completo. Aunque, vale confesar, que uno nunca se termina de ir.

Pienso en los muchos que aún tenemos un pie en dos mundos, que hacemos malabares cuando nos sacude la naturaleza, la crisis y la política. Evoco ese sentir que me movió las entrañas con las elecciones de México y las que ahora vuelven a retorcerse de hambre de transparencia en Venezuela. Si se mueven, me convenzo, es porque todavía llevamos alguna versión viva del patriotismo dentro.

La miopía política es uno de los males más comunes de nuestro siglo. Como dijo Karol G en uno de sus éxitos: “es que te alejaste mucho y yo de lejos no veo, bebé”. Tal cual. Eso nos pasa a todos los que migramos y seguimos con el cordón umbilical enterrado en el vientre de nuestras tierras. ¿Nos nubla la añoranza o nos empodera la travesía? ¿Qué significa entonces esta diáspora en la que nos movemos?

No dejo de replanteármelo todo. Veo las fotos de las manifestaciones en las calles de Venezuela y puedo sentir la furia de un pueblo que retrata la resistencia. Veo un despertar colectivo contra el statu quo y la exigencia de respuestas. Veo lo que antes vi en mi México, lo que he sentido en Estados Unidos y lo que he leído de todo Latinoamérica. Y siento orgullo de saber que la jornada de migrar no nos ha podrido por dentro. No somos inmunes ni ajenos. Somos, a pesar de donde estemos.

Luego me avergüenzo.

Me da pena esa mala costumbre que tenemos los de lejos de desengancharnos cuando pasa la tormenta; de entibiar el patriotismo; de la resignación anunciada y de la vida que pasa. Les dejamos la carga a los otros, a los que están allá, a los que no han migrado, y probablemente después de esto lo harán. Confundimos, con más frecuencia de la que me gustaría reconocer, la miopía con la empatía o aceptación.

Sabemos que todo siempre pasa, incluso los nuestros, nosotros y ellos. Quizá lo hacemos para no recordar lo que nos obligó a irnos, cuando en realidad no deberíamos nunca olvidarlo. Y así, si tenemos suerte y privilegio, votamos. Y así, si tenemos fuerza y claridad, peleamos. Y así, si no nos falla la memoria ni nos gana la nostalgia, vivimos. Y así, si no nos traiciona la migrada, resistimos.


Twitter: @MaritzaLFelix

Facebook, Threads e Instagram: @MaritzaFelixJournalist

maritza@conectaarizona.com

Cuando uno migra se desprende de partes del ser que van abonando los sitios de paso; nos vamos reconstruyendo con lo que encontramos: a veces viento, y otras, hierro. Al final uno llega roto, pero completo. Aunque, vale confesar, que uno nunca se termina de ir.

Pienso en los muchos que aún tenemos un pie en dos mundos, que hacemos malabares cuando nos sacude la naturaleza, la crisis y la política. Evoco ese sentir que me movió las entrañas con las elecciones de México y las que ahora vuelven a retorcerse de hambre de transparencia en Venezuela. Si se mueven, me convenzo, es porque todavía llevamos alguna versión viva del patriotismo dentro.

La miopía política es uno de los males más comunes de nuestro siglo. Como dijo Karol G en uno de sus éxitos: “es que te alejaste mucho y yo de lejos no veo, bebé”. Tal cual. Eso nos pasa a todos los que migramos y seguimos con el cordón umbilical enterrado en el vientre de nuestras tierras. ¿Nos nubla la añoranza o nos empodera la travesía? ¿Qué significa entonces esta diáspora en la que nos movemos?

No dejo de replanteármelo todo. Veo las fotos de las manifestaciones en las calles de Venezuela y puedo sentir la furia de un pueblo que retrata la resistencia. Veo un despertar colectivo contra el statu quo y la exigencia de respuestas. Veo lo que antes vi en mi México, lo que he sentido en Estados Unidos y lo que he leído de todo Latinoamérica. Y siento orgullo de saber que la jornada de migrar no nos ha podrido por dentro. No somos inmunes ni ajenos. Somos, a pesar de donde estemos.

Luego me avergüenzo.

Me da pena esa mala costumbre que tenemos los de lejos de desengancharnos cuando pasa la tormenta; de entibiar el patriotismo; de la resignación anunciada y de la vida que pasa. Les dejamos la carga a los otros, a los que están allá, a los que no han migrado, y probablemente después de esto lo harán. Confundimos, con más frecuencia de la que me gustaría reconocer, la miopía con la empatía o aceptación.

Sabemos que todo siempre pasa, incluso los nuestros, nosotros y ellos. Quizá lo hacemos para no recordar lo que nos obligó a irnos, cuando en realidad no deberíamos nunca olvidarlo. Y así, si tenemos suerte y privilegio, votamos. Y así, si tenemos fuerza y claridad, peleamos. Y así, si no nos falla la memoria ni nos gana la nostalgia, vivimos. Y así, si no nos traiciona la migrada, resistimos.


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