/ domingo 29 de septiembre de 2024

El Colegio de Sonora / Destino de niños y niñas migrantes no acompañados

Imaginando que la vida es un gran libro lleno de historias, a veces, como personajes de esas historias, tomamos decisiones que nos llevan por caminos diferentes. Para imaginar por qué camino tomar, ayuda mucho pensar en una parábola del destino. Una parábola del destino es como una pequeña historia que nos muestra cómo nuestras elecciones, o las circunstancias que nos rodean, cambian rotundamente el rumbo de nuestras vidas.

Es como si tuviéramos un camino delante de nosotros, pero hay bifurcaciones, divisiones en el camino donde debemos decidir por dónde seguir. Algunas decisiones son difíciles, otras parecen más fáciles, pero cada una nos lleva a un destino diferente. Las parábolas nos ayudan a entender que, aunque no podamos controlar todo lo que nos pasa, las decisiones que tomamos son muy importantes para definir lo que nos va a pasar en el futuro.

Una parábola del destino puede llegar a ser un consejo envuelto en un cuento. Nos dice que el destino no está escrito, sino que se va formando con cada paso que damos, con cada persona con la que nos cruzamos, con cada lugar que conocemos y con cada elección que hacemos.

La parábola del destino de algunos niños, niñas y adolescentes que han tomado la decisión de migrar solos en busca de mejores condiciones de vida, es un ejemplo claro de cómo los caminos se bifurcan a partir de las circunstancias que nos rodean. Si la vida es un viaje en el que cada paso lleva a un lugar diferente, para los niños, niñas y adolescentes migrantes, el viaje es doblemente difícil porque dejan atrás todo lo que conocen: casa, escuela, amigos, incluso su idioma. La parábola les enseña que, aunque el camino es difícil, siempre hay algo nuevo por descubrir y aprender, y cada experiencia, buena o mala, les da la oportunidad de aprender y crecer.

El fenómeno migratorio de niños, niñas y adolescentes que viajan solos, es una herida abierta en el cuerpo de nuestras sociedades, una cicatriz que se extiende a través de fronteras, ríos y desiertos. Es una realidad que duele, que incomoda, pero que, como integrantes de una sociedad, no podemos evitar observar con tristeza y admiración por la resistencia de estos pequeños viajeros. No se trata de un capricho, ni una “aventura” que decidieron emprender. Son arrastrados por las corrientes invisibles de la pobreza, la violencia, el hambre, o el simple deseo de reunirse con un padre, una madre, que partió antes que ellos en busca de un futuro más amable.

La parábola del destino que experimentan los niños, niñas y adolescentes migrantes que viajan solos, es un mensaje que les dice “no importa cuán lejos vayas, cada paso que das te acerca a un futuro donde podrás ser feliz y estar en paz”. Estos niños, niñas y adolescentes que viajan solos cuentan con la capacidad de actuar, tomar decisiones y moldear su propia vida, incluso en circunstancias difíciles que a menudo limitan su libertad. Esta capacidad se manifiesta en el momento que navegan y negocian en entornos nuevos. Muestran una capacidad notable para adaptarse, resistir y encontrar formas de afirmar su propia subjetividad y aspiraciones, se trata de la agencia.

Los niños, niñas y adolescentes migrantes que viajan solos, cargan en sus espaldas todo un mundo de esperanza. Sus pies diminutos pisan caminos duros. No conocen fronteras, porque su alma es libre, pero su cuerpo es frágil. Sin embargo, cuentan con esa capacidad de negociación –con agencia propia– que se enfrenta a la parábola del destino y refleja no solo la capacidad de actuar por actuar, sino de actuar significativamente. En este momento en el que los niños, niñas y adolescentes migrantes actúan significativamente, las personas que han vivido más -los adultos-, nos convertimos en guardianes de su inocencia. Debemos ofrecer refugio, no solo físico, sino emocional, abrir los brazos para que no sientan el peso del miedo.

Ante la parábola del destino para niños y niñas migrantes que viajan solos, se presenta una paradoja fascinante: la capacidad que tienen de adaptación, para encontrar un motivo para seguir adelante, aunque todo parezca en contra. Es como si llevaran en su interior un motor inquebrantable, una fuerza que los empuja a buscar ese lugar al que pueden llamar hogar, aunque no sepan bien dónde está, ni cómo llegarán allí.

Ante ese viaje aparentemente sin fin por un sendero que parece trazado por fuerzas invisibles, los niños, niñas y adolescentes migrantes que viajan solos, la vida es esa parábola, un destino que se curva y se enrosca, llevándolos lejos de lo conocido, de lo seguro, de lo que alguna vez llamaron hogar. Al final, la parábola es la lección que la vida les da diciendo que el camino es incierto.

Al observar a niños, niñas y adolescentes migrantes que viajan solos, uno no puede evitar sentir una mezcla de dolor y esperanza. Dolor por la infancia perdida en el camino, por la inocencia que se ve obligada a crecer demasiado rápido. Esperanza, porque a pesar de todo, estos pequeños continúan avanzando, buscando, soñando, recordándonos que, incluso en las circunstancias más difíciles, la humanidad persiste, se reinventa y sigue adelante.

Convirtamos esa parábola del destino no solo en una historia de sufrimiento y pérdida, ayudemos a transformarla en una historia de crecimiento, de resiliencia, una historia sobre la capacidad infinita de los niños, niñas y adolescentes migrantes que viajan solos que les ayuda a adaptarse para seguir adelante. Sobre todo porque, en cada uno de ellos hay un destino que se entrelaza con la de miles de otros, creando un mosaico rico y complejo que nos muestra la verdadera esencia de lo que significa ser humano. Ayudémoslos a que, aunque el sol se esconda y las nubes se ciernan, ellos siempre tendrán la fuerza para girar y seguir adelante, para florecer en tierras nuevas bajo cielos desconocidos. Porque en su viaje, en su parábola, llevan consigo la esperanza de un destino mejor.

Ante esta parábola que viven los niños, niñas y adolescentes migrantes que viajan solos, que es más bien una línea quebrada llena de obstáculos y no esa curva esperanzadora que prometen las infancias felices, como adultos, tenemos un deber ineludible: actuar como puentes y no como barreras. Actuar como adultos que les enseñan el valor de sus propias historias, su cultura, su lengua y sus derechos humanos. Proveerles de herramientas para entender el mundo que los ha lanzado el éxodo y, sobre todo, convertirnos en su voz dentro de este mundo. Debemos señalar y narrar su tragedia y fortaleza, documentar su lucha y mantener viva su memoria en una sociedad que tiende a borrar o ignorar lo incómodo.

Explicarles que es válido sentir miedo, pero que nunca pierdan de vista lo más importante: su agencia propia, esa capacidad de elegir, luchar y seguir caminando. Ayudarles a que nunca olviden lo que han vivido, porque eso es lo que les da la fuerza para moldear su propio destino, uno que no se parezca a lo que otros quisieron imponerles.

Finalmente, como adultos, podemos incidir para enseñarles que su parábola del destino no es solo tragedia, que es posible reinventar el mundo para encontrar belleza incluso en los márgenes de la adversidad. Enseñarles que ellos tienen el poder de convertir lo irremediable en algo transformador, donde la vida nunca es solo lo que parece, que su destino puede ser una mezcla de lo inevitable y lo asombroso, de lo injusto y lo sublime. Enseñarles que el destino es como un viento que a veces nos empuja a lugares que no esperamos, pero que ellos tienen el poder de volar en esa brisa, como un pájaro que sigue las corrientes del cielo.

Óscar Bernardo Rivera García. Egresado de la IV promoción de doctorado en ciencias sociales, de la línea Globalización y Territorios, 2012-2015.