Del problema de la corrupción en el país se ha dicho más de lo que se ha logrado. Cada gobierno (al menos desde los últimos 50 años) ha hecho campaña con la ‘bandera’ de acabar con la corrupción y, al contrastar las cifras, poco han logrado. Si revisamos sus proyectos de nación, sus plataformas electorales y las acciones de su gobierno, el combate a la corrupción estará presente de alguna u otra forma.
La campaña anticorrupción fue utilizada para justificar las políticas neoliberales durante los sexenios de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas (1982-1994); la llamada ‘transición democrática’ que le dio la victoria al PAN en el 2000 estuvo rodeada del discurso anticorrupción; Enrique Peña Nieto articuló un conjunto de instituciones públicas alrededor del combate a este problema; el triunfo de Morena en 2018 se debe en gran parte al provecho que Andrés Manuel López Obrador sacó al problema de la corrupción en los gobiernos de Peña Nieto y Calderón, y le fue motivo de una serie de reformas institucionales de gran calado en el país que han continuado (hasta el momento) en el gobierno de Claudia Sheinbaum.
Esta dinámica ha llevado a que, a la toma del poder, cada gobierno ‘tenga que’ hacer algo (o simular que hace) para cumplir los compromisos de campaña de aminorar la corrupción, sin que esto se haya traducido en resultados concretos: el problema sigue siendo el segundo más importante en el país para la ciudadanía (después de la inseguridad), al menos en los últimos diez años (ENCIG, 2023).
Las medidas han ido desde el incremento de sanciones, teniendo cada vez más delitos y más años de prisión, hasta llegar a incluirlos en la Constitución general (como si esto fuera garantía de eficacia de las sanciones); han implicado la creación y reforma de organizaciones públicas (con la crítica permanente al costo económico de estos entes); ha conllevado la creación y adhesión de una gran cantidad de instrumentos jurídicos, tanto nacionales como internacionales. Todas estas acciones parecieran ser inútiles y solo una cortina de humo. Sin embargo, el problema, considero, es que han ignorado a un elemento central para contener este problema: la ética pública.
En un sentido aristotélico, la corrupción es la desnaturalización del ser, la ruptura con la naturaleza del ente, la desviación del fin por la influencia externa. La ética pública nos llevaría a reflexionar y replantear nuestras actitudes y comportamientos con relación a lo público y a la participación de la ciudadanía en su gobierno. Ahí, considero, es donde han fallado las diferentes estrategias.
El control de la corrupción no puede entenderse sin la reconfiguración de valores asociados a la vida pública. En los gobiernos que se dicen democráticos, el poder está depositado en la voluntad popular, por lo cual el compromiso con lo público debe estar tanto en los gobernantes como en la ciudadanía general. Un gobierno íntegro requiere una clase política responsable y comprometida con su encargo por sobre todas las cosas; una clase política íntegra requiere ciudadanía comprometida, participativa y con sólidos principios éticos que prioricen lo público sobre el interés particular, en beneficio de la sociedad.
La visión de la lucha anticorrupción debe ir más allá de los controles coactivos; la misión de la ética pública es modificar percepciones y construir convicciones colectivas enfocadas al bien común y no al beneficio privado, trabajar en nuevos hábitos e instituciones comprometidas con la integridad, repensar el servicio público como una labor digna e insustituible por lo privado. La estrategia debe buscar también estos objetivos…
Manuel Alejandro Encinas Islas. Egresado de la XVIII promoción de la Maestría en Ciencias Sociales.