La primera vez que viaje en barco fue inolvidable. No, así no fue. Eso no me dice nada. Ni a ustedes, los que me están poniendo atención. Más bien, creo ver todavía la desesperación de mi madre cuando, acercándose la hora de zarpar, todavía no llegaban por nosotros para trasladarnos a Pichilingue, diecisiete kilómetros hacia adelante, sin vista panorámica aún, contados desde el puente casi frente al seguro viejo y parecía que todas esas maletas que yacían en el porche, no cruzarían hasta Mazatlán, para luego de algunas horas en camión, por fin llegar a la colonia San Andrés de Guadalajara Jalisco, de donde feliz arrancó un caballo blanco un domingo y no quiso echarse hasta ver Ensenada.
Ahorita les sigo contando. Déjenme decirles nomas que, para Monsiváis, el cronista es el “maestro del arte de comentar literalmente y críticamente la realidad”. Mientras les cuento más de aquel viaje, que para su tranquilidad si se hizo, recuerdo otro, pero afortunadamente, ahí no iba yo, ni tampoco mi tocayo Miguel del Barco, ni Francisco Xavier Clavijero, pero ocurrió el 15 de abril del año 1912 cuando tuvo lugar una de las mayores tragedias náuticas de la historia: el hundimiento del Titanic.
Aquella travesía era el viaje inaugural del reluciente Titanic. La embarcación debía atravesar el océano Atlántico hasta arribar a las costas de América del Norte, en Estados Unidos. Sin embargo, una noche ni tan serena ni oscura, el Titanic- con 274 pasajeros a bordo, se estrelló de frente contra un gigantesco icerbeg, así como pudo chocar un autobús contra una vaca y rasgando el casco de la embarcación luego de unas cuantas horas, hizo que se hundiera en el fondo del mar, para lamento de todos y para que un jefe de información instruyera a ese reportero que se había quedado de guardia, que elaborara, cuanto antes, una crónica insuperable por la competencia editorial de aquellos tiempos, sin saber, bien a bien, quien de todos los partícipes, estaban narrando bien a bien lo sucedido y menos quien fue el que dio testimonio de que Manuel Uruchurtu Ramírez, habría cedido su lugar a una dama inglesa que viajaba en segunda clase, de nombre Elizabeth Ramell-Nye de 29 años de edad, quien suplicaba ser incluida en el bote salvavidas, alegando que su esposo e hijo la estaban esperando en Nueva York, un hecho que ponía la piel de gallina a muchos cuando constaba la indulgencia de este Sonorense, casi la representación más completa del superhombre que describía Nietzsche, pero que termino siendo una farsa, a decir de Guadalupe Loaeza, quien primero hace un libro cronicado, llamado El Caballero del Titanic, para enaltecer el heroísmo del diplomático, cuya obra, según los editores sacudirá los sentimientos de sus lectores, pero la que terminó sacudiéndolos fue la propia autora, pues meses después, se armó de valor e hizo otra crónica, pero esta vez para desmentir que los familiares del sacrificado se la habían llevado al baile y que aquel acontecimientos era una historia de ficción.
Recordemos que uno de los primeros modos de utilizar la crónica fue para realizar relatos históricos por su interesante narrativa. Quiere decir que la crónica es útil para documentar una verdad. Verdad que ocurrió o está ocurriendo pero que es impostergable dejar constancia de ello.
Voy a los ejemplos: Bernal Díaz del Castillo fue un conquistador español que participó en la conquista de México y fue regidor de Santiago de Guatemala. A él se le arroga la autoría de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, la cual comenzó a redactar como un documento de guerras, que, por ende vendría a ser una larga crónica o viceversa, por más que , al paso de los años, este también sufriera un revés similar al que le pasó a Loaeza con su caballero, ya que Christian Duverger publicó el libro Crónica de la eternidad, abogando por la hipótesis de que Bernal Díaz del Castillo no fue en realidad el autor de Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, sino el propio conquistador, Hernán Cortés.
Si se dan cuenta, ya sea entonces o ahora, la crónica también sirve para amarrar navajas. Pero también para fedatar sucesos, pedacitos de eventos, y darle larga vida, como si fuesen grabados y dejarlos ahí, a la vista de todos para que vivan un déjà vu", un psicoanálisis de los que somos como polis moderna o sinecismo actual en cuyo espejo, todos nos reflejamos, a la vez que todos Narciso, pero simultáneamente Némesis, simbiosis está hacia la que no queremos mirar y esquivamos una realidad irreconocible para muchos, por más que esa reconstrucción de hechos que hace el cronista este la huella digital, el ADN, la indubitable dentadura de lo que hemos procreado y llamamos comunidad.
Exacto, como “cuando explotó el barco San Lorenzo en plena bahía, y los cristales de algunas tiendas frente al malecón quedaron hechos añicos. Dicen que se escuchó un estallido como si explotara una bomba atómica. Qué exagerados. Pero sí sonó muy fuerte, porque traía gas desde no sé qué parte de la República, para abastecer a la capital y pueblos aledaños.
La bahía, tan bonita, quedó contaminada: una espuma prieta quedó cual si se hubiera batido, nomás tantito, por un maremoto. Nada de eso, era el combustible que todavía burbujeaba cuando llegaron los curiosos y la cámara de televisión del canal local, que era el único que existía, y tomó al barco incendiado y a los comercios siniestrados de por esos rumbos, y también la camionera donde íbamos llegando para ver lo acontecido muy temprano, casi de mañana, si no me equivoco porque hacía un sol tibio y brillante que dejaba ver mejor las ruinas que dejó la quemazón inesperada, ya que nada de eso ocurría, menos, explosiones de ese tipo, como si estuviéramos en guerra, faltaba más.
“Si se fijan, ya estoy hablando del objetivo de la crónica, el cual, según un autor que me plagié es “iluminar determinado hecho o acontecimiento, sin acudir a una argumentación rigurosa, formal y directa, sino mediante la descripción de la realidad misma, de alguna pincelada valorativa y del manejo de factores de tipo emocional”.
Pero si la crónica fue el género por excelencia para relatar los viajes de exploración de los navegantes europeos en sus conquistas en el Nuevo Mundo, tarde que temprano el periodismo y los escritores, se apropiaron de este género difícil de definir y de cultivar.
No olvidemos que en las primeras décadas del siglo XIX, los periodistas denominaban como “crónica” a cualquier noticia y que a partir de la edad media, los historiadores fueron llamados “cronistas”.
La riqueza de la crónica radica en la subjetividad que le otorga quien la escribe, mismo que retoma el hecho, lo remoza, lo desentraña, lo llena de pormenores y lo recrea bajo la influencia de su mirada.
De esta manera el autor puede aportar un estilo personal que embellezca la escritura, no por lo excelso de su escritura , sino por tener la gracia de mover cositas y sentir como si alguien te hubiera vendado los ojos y te está llevando hacia el punto de la noticia que, debo de aclarar, puede ser tan desganada como el tener que armar el rompecabeza de una boda de la hija de un influyente político pero a la que nunca te invitaron o tan entrañable como el recuerdo de tu primer beso adolescente media cuadra antes de llegar a la casa de la novia o tan doloroso y punzante como el transitar, paso por paso, de un diagnóstico, la agonía, y fallecimiento de una gata que se llamaba Mystery, o de una bebé que previamente fue violada a manos del Mecha, ese que en la primaria siempre cantaba el Pávido Navido en los honores a la bandera, o de una madre que murió de páncreas al día siguiente de tu cumpleaños y te impidió festejar este o el narcotraficante en retiro que cayó abatido a manos de un sicario vestido de payaso con una peluca multicolor pero que no era Cucharita o como esa casa de cuartos de cartón azul bajito por donde una vez entró volando un regulador de gas aventado por el Memo, donde habría de de crecer una niña hasta convertirse en una bella mujer y trascender en los principales diarios con el nombre de Melissa Margarita Calderón Ojeda, alias “la China”, acusada de comandar unos de los carteles más cabrones de los que se tengan registro en la localidad y ejecutar además a no sé qué tanto enemigo, quienes aparecían por ahí muertos y desmembrado, tal como quedaron un 22 de diciembre una docena de guajolotes de mamá, gracias a la voracidad del perro de doña Yiya, la cual hubo de reparar con creces el daño ocasionado por su animal con el fin de reconquistar una amistad cultivaba durante años en la años en la frontera que marcaba ese cerco que bien conocía sus platicaderas diarias.
Finalizo diciendo, primero, que llegamos barridos cuando a punto estaba de irse a Mazatlán el ferri y así conocía la capital de Jalisco, de donde gracias a su crónica musicalizada, supimos que Cayito Morales llegó a éstas playas tibias y claras y ancló su ansias para soñar y que al igual que los conquistadores ya citados vino de lejos, decepcionada por un amor que la traicionó y fue este puerto una esperanza, en el naufragio de mí dolor.
Ya me voy me despido, no sin antes decir que hacer crónica hoy, también sirve para describir el semblante alegre de la gente, posterior a tantos vivas, esos que contrastan con los de la mañana siguiente y la cabeza del periódico que anuncia el rodar de una cabeza como pasó con la de Hidalgo, cuando el país se dividía en pueblos, voces, paisajes y ciudades y no en cárteles pero también andaban agarrados del chongo unos contra otros, sin dar ni pedir cuartel y al que no fusilaban, lo asesinaban a mansalva o los decapitaban, haciendo de estas batallas, viles masacres en nombre de la libertad de una nación que todavía no la alcanza, plenamente y sin embargo, a todos, sin excepción se le dio títulos de héroes o heroínas, por más que algunos hayan sido o alcancen esta categoría pero otros nomas destacaban por sanguinarios al mando de un general de la región o jefe de la plaza que tomaban como hoy lo hacen las células de aquí , de allá y sobre todo del más allá.
*Del libro Mario Almada Nunca Pierde y otras crónicas para invocar olvidos. ( A modo de adelanto y con la autorización de los editores)