“Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero. Apacienta mis ovejas”.
En este tercer Domingo de Pascua las lecturas bíblicas nos insisten en que Jesucristo murió y resucitó por nuestros pecados. Pedro y los demás apóstoles dan testimonio de esto sin importarles persecución alguna. Obedecen primero a Dios y son felices de padecer por el nombre de Jesús. El apóstol san Juan, al respecto, se refiere a Jesús como el Cordero inmolado que es digno “de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”. Y nosotros, ¿somos realmente testigos de Jesucristo, muerto y resucitado?
El evangelio de hoy nos presenta una de tantas apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos. Esta sucede junto al lago de Tiberíades; evoca el sitio donde nuestro Señor, años atrás, había iniciado su ministerio llamando a sus seguidores, proponiéndoles que se convirtieran en “pescadores de hombres” e invitando a las multitudes a una renovación de la mente y del corazón. Nosotros constantemente debemos evocar y reavivar ese impulso inicial de nuestro ser de discípulos; ciertamente nos hace mucha falta, ya que con el correr del tiempo podemos caer en la rutina y el conformismo, cosas nada buenas para nosotros y para la vida de la Iglesia.
Ante la pesca milagrosa, Juan, el discípulo amado, reconoce a Jesús: “Es el Señor”. Así también nosotros debemos reconocer a Jesús resucitado, vivo en medio de nosotros, profesando con nuestros labios que él es “El Señor”, es decir: nuestro Dios Salvador. En seguida, los discípulos se ponen en movimiento, en acción. Ellos se dirigen a la orilla del lago; es que la fe en Jesucristo, no sólo es un asunto de palabras, sino también de actitudes, de vida, de obras, de comportamiento. Nosotros debemos estar atentos a estas implicaciones que tiene nuestra fe.
En la orilla del lago, el Señor invita a almorzar a sus discípulos; ¡qué magnífico detalle de Jesús resucitado! En efecto, es en el contexto de una comida, donde el Maestro siempre aprovecha la oportunidad para el encuentro fraterno, para dejar en claro algunas ideas trascendentes, para darnos algo importante para la vida. La Eucaristía es un ejemplo muy claro de cómo el Señor nos invita al encuentro fraterno, dándonos en ella su Palabra, compartiéndonos su Cuerpo y su Sangre como alimento y bebida.
Por último, el evangelio de san Juan nos presenta un diálogo entre Jesús y Simón Pedro, diálogo que refleja la importancia del amor que todo discípulo, en especial Pedro, debe demostrar al Señor ante una encomienda importante. Se da, en ese momento, una pregunta formulada tres veces: “¿me amas?”, con su respuesta y encargo correspondientes: “Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero…. Apacienta mis ovejas”. Jesús le encarga a Pedro el cuidado del rebaño, el cuidado de las ovejas. Son las ovejas de Jesús que ahora, Simón Pedro deberá conocer, alimentar, proteger y dar la vida por ellas, como el Señor ya lo había hecho. La invitación última que Jesús le hace a Pedro, con la que finaliza el texto del evangelio, es la invitación permanente que el Señor nos hace a cada uno de nosotros, sus discípulos: “Sígueme”.
Ofrezcamos la santa Misa de este domingo por nuestro papa Francisco, quien, como sucesor de Pedro, apacienta el rebaño del Señor, su Iglesia. Amén.
¡Que tengan un excelente domingo!
Hechos 5,27-32.40-41
Apocalipsis 5,11-14
Juan 21,1-19
Monseñor Ruy Rendón Leal. Arzobispo de Hermosillo.