/ domingo 25 de agosto de 2024

Paréntesis | En el exilio sin Luis Rey Moreno Gil

Fidelia Caballero nos comparte esta crónica personal sobre su amistad con el poeta Luis Rey Moreno Gil, quien este 25 de agosto hubiera cumplido 71 años.

Para Raúl Acevedo Savín, José Luis Ojeda, Susana Salcido,

Mario Enríquez Licón y José Luis Jara.

Alguien me dijo un día, cuando hablábamos de asistir a encuentros literarios, que Luis Rey era el único poeta verdadero, vivo, que existía en Sonora y que era curioso que nunca lo invitaran a los festivales fuera de Hermosillo. Por supuesto que estuve de acuerdo. Luis era un poeta nato, original y sensible, no sólo porque escribía poesía. Su manera de hablar y comunicar sus ideas, los objetos de su casa y la atmósfera que lo rodeaba, me parecía atractiva e iluminada, siempre en la austeridad y lo sencillo.

“Luis Rey Moreno Gil, dibujante, músico, cantante, ensayista político, teatrista, poeta y promotor de espectáculos”, reza su semblanza en la Enciclopedia de la Literatura en México.

Luis creía en la amistad, como una de las formas de relacionarnos con otros más auténtica y verdadera. Lo conocí hace 30 años y desde entonces, su cariño, solidaridad y empatía, se quedaron pegados a mi existencia.

La trayectoria de Luis es muy amplia y diversa: formó parte del Coro de la Universidad de Sonora de muy joven. Fundó el grupo de música neo folclórica latinoamericana, Cucapáh. Como promotor cultural, fue cofundador de la Casa de la Cultura de Hermosillo y, además, fundó los grupos culturales Germen, Brecha y Acequia. Fue actor y productor de televisión y radio. Publicó varios libros de prosa y poesía, y fue un incansable luchador por las causas justas.

Foto: Cortesía | @luisrey.morenogil

Le importaba el medioambiente, le preocupaban los trabajadores, defendía las luchas feministas y apoyaba los movimientos de la comunidad LGBT. Ser amoroso y solidario, abría las puertas de su casa a quien lo necesitara. Por eso y por todo, aún no puedo leer o escuchar en la misma frase la palabra “muerte” y su nombre. Me causa escalofríos, desgarres internos.

Puedo decir que mi relación con Luis Rey se divide en tres etapas. Hablaré de ellas a grandes rasgos. Habrá muchas cosas que no diga y mucha gente que no mencione, pero hay eventos y rostros que es mejor guardarnos; lo primero para contener emociones y encriptar con recelo anécdotas que no quiero compartir, y lo segundo, por las ausencias marcadas que le dolían a él, gente que se fue perdiendo, alejando, hasta dejarlo en el olvido.

Primera etapa. Lo conocí en casa del poeta Jorge Ochoa, donde también conocí a Abigael Bohórquez y a otras personas del ámbito cultural hermosillense, una tarde de caguamas y refuego. Yo llegaba a Hermosillo a dar una lectura en la Casa de la Cultura, un día de noviembre de 1994.

Leer también: Paréntesis | “Las personas archivistas son guardianes de la memoria”

Foto: Cortesía | @luisrey.morenogil

Después, Raúl Acevedo Savín me llevaría a su casa, lugar del que me volví visita recurrente. Nuestros encuentros siempre eran afables y de conocimiento mutuo. En ese entonces él se iba al Canal Ocho de la Unison en las mañanas y yo me quedaba, o, si me levantaba temprano, lo acompañaba y pasaba horas escuchando la radio; a veces él me ponía música, las noticias, o me daba algo para leer, hasta que llegaba la hora de regresar a su casa. En las noches, entre semana, nos acostábamos en su colchón y me leía la colección de Astérix que tenía en el librero. Era tan divertido y gracioso, que nos meábamos de la risa. Él hacía que las escenas fueran más humoristas, con sus movimientos de manos y sus tonos de voz. A veces se ponía serio y me explicaba cosas, o me contaba de las guerras y cuánto le preocupaba el proceder del mundo y toda clase de injusticias. Lo vi llorar de rabia e impotencia muchas veces.

Yo me sentía intimidada ante su presencia, a pesar de su dulzura. Siempre admiré y seguiré admirando, su belleza física, su voz, su corazón bondadoso, el cariño que daba a puños y su admirable entrega a las luchas sociales.

Segunda etapa. Después, cuando me vine a radicar a Hermosillo, nuestros encuentros seguían siendo de mucho cariño, pero ya teníamos discusiones y desacuerdos. Puedo decir que fue una etapa de rebeldía. Fue la época de más afluencia de amigos en su casa, la que a mí me tocó, por lo menos. Aunque mayormente estábamos contentos, hubo desavenencias, cosas de la convivencia, pero jamás nada nos separó, nunca dejamos de hablarnos y buscarnos, de perdonarnos. Siempre fue y seguirá siendo como un padre para mí.

Tercera etapa. Llegó la madurez y podíamos sostener charlas más concienzudas y hablar de miles de cosas, de adulto a adulto. Él me seguía regañando, pero ahora yo también podía regañarlo a él. Decirle que me preocupaba que se desvelara, darle consejos sobre su alimentación, que comiera esto o aquello, que tomara vitaminas, y esas cosas que dicen los hijos a los padres cuando son mayores. Esta última fue mi etapa favorita, donde más disfruté de su compañía. Los amigos ya estaban ausentes, pocas veces vi a uno que otro llegar y estar con él. A veces se quejaba de eso, pero estaba tranquilo.

Le daba serenidad saber que pronto podría darle vida a su casa de nuevo, adaptándola para organizar eventos culturales, presentaciones de libros y música en vivo. Sabía que así, sus amigos regresarían y volvería la magia de la amistad, las conversaciones interminables, y los abrazos; esos abrazos que te daba cuando llegabas, dulces, apretados, murmurando palabras suaves.

Foto: Cortesía | @luisrey.morenogil

Su ausencia física, la falta de sus palabras, de su risa, no se sienten tan pesadas cuando lo visualizo en mi mente. Su recuerdo, su memoria, están completos. Está en sus fotografías, en los videos que guardamos de él. Al regresar a su casa, después de despedir su cuerpo en la funeraria, creí que sería devastador, que me derrumbaría al entrar, pero no fue así; sentí una inmensa paz, una tranquilidad conmovedora; y hoy, 25 de agosto, cuando él está cumpliendo 71 años, estaremos con él, porque él está ahí. Su esencia es tan fuerte, que se puede sentir en cada rincón de la casa. Es como si él mismo fuera su casa, cada pared, cada objeto, la tierra del patio, la palmera. Es como estar dentro de su pecho, aún palpitando, dejándonos saber que nos tiene y nos quiere y seremos parte de su alma para siempre.

Algún día le diré adiós, pero será cuando él lo decida. Me dirá cuando esté listo, y tomará la mano de su madre y caminarán juntos hacia ese lugar donde habremos de verlo de nuevo con su guitarra, su sombrero y su hermosa y eterna voz. Te amamos, Luis.

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Llevaré a caminar mi corazón.

Lo llevaré a pasear.

Que se distraiga un poco

para que olvide un tanto.

Mirando esas otras soledades

que encuentra por las calles se consuela.

Mi pobre corazón doliente

tengo que tratarlo como un perrito

sacarlo a pasear para que no reviente

y muera en su propia tinta.

Luis Rey Moreno Gil

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Para Raúl Acevedo Savín, José Luis Ojeda, Susana Salcido,

Mario Enríquez Licón y José Luis Jara.

Alguien me dijo un día, cuando hablábamos de asistir a encuentros literarios, que Luis Rey era el único poeta verdadero, vivo, que existía en Sonora y que era curioso que nunca lo invitaran a los festivales fuera de Hermosillo. Por supuesto que estuve de acuerdo. Luis era un poeta nato, original y sensible, no sólo porque escribía poesía. Su manera de hablar y comunicar sus ideas, los objetos de su casa y la atmósfera que lo rodeaba, me parecía atractiva e iluminada, siempre en la austeridad y lo sencillo.

“Luis Rey Moreno Gil, dibujante, músico, cantante, ensayista político, teatrista, poeta y promotor de espectáculos”, reza su semblanza en la Enciclopedia de la Literatura en México.

Luis creía en la amistad, como una de las formas de relacionarnos con otros más auténtica y verdadera. Lo conocí hace 30 años y desde entonces, su cariño, solidaridad y empatía, se quedaron pegados a mi existencia.

La trayectoria de Luis es muy amplia y diversa: formó parte del Coro de la Universidad de Sonora de muy joven. Fundó el grupo de música neo folclórica latinoamericana, Cucapáh. Como promotor cultural, fue cofundador de la Casa de la Cultura de Hermosillo y, además, fundó los grupos culturales Germen, Brecha y Acequia. Fue actor y productor de televisión y radio. Publicó varios libros de prosa y poesía, y fue un incansable luchador por las causas justas.

Foto: Cortesía | @luisrey.morenogil

Le importaba el medioambiente, le preocupaban los trabajadores, defendía las luchas feministas y apoyaba los movimientos de la comunidad LGBT. Ser amoroso y solidario, abría las puertas de su casa a quien lo necesitara. Por eso y por todo, aún no puedo leer o escuchar en la misma frase la palabra “muerte” y su nombre. Me causa escalofríos, desgarres internos.

Puedo decir que mi relación con Luis Rey se divide en tres etapas. Hablaré de ellas a grandes rasgos. Habrá muchas cosas que no diga y mucha gente que no mencione, pero hay eventos y rostros que es mejor guardarnos; lo primero para contener emociones y encriptar con recelo anécdotas que no quiero compartir, y lo segundo, por las ausencias marcadas que le dolían a él, gente que se fue perdiendo, alejando, hasta dejarlo en el olvido.

Primera etapa. Lo conocí en casa del poeta Jorge Ochoa, donde también conocí a Abigael Bohórquez y a otras personas del ámbito cultural hermosillense, una tarde de caguamas y refuego. Yo llegaba a Hermosillo a dar una lectura en la Casa de la Cultura, un día de noviembre de 1994.

Leer también: Paréntesis | “Las personas archivistas son guardianes de la memoria”

Foto: Cortesía | @luisrey.morenogil

Después, Raúl Acevedo Savín me llevaría a su casa, lugar del que me volví visita recurrente. Nuestros encuentros siempre eran afables y de conocimiento mutuo. En ese entonces él se iba al Canal Ocho de la Unison en las mañanas y yo me quedaba, o, si me levantaba temprano, lo acompañaba y pasaba horas escuchando la radio; a veces él me ponía música, las noticias, o me daba algo para leer, hasta que llegaba la hora de regresar a su casa. En las noches, entre semana, nos acostábamos en su colchón y me leía la colección de Astérix que tenía en el librero. Era tan divertido y gracioso, que nos meábamos de la risa. Él hacía que las escenas fueran más humoristas, con sus movimientos de manos y sus tonos de voz. A veces se ponía serio y me explicaba cosas, o me contaba de las guerras y cuánto le preocupaba el proceder del mundo y toda clase de injusticias. Lo vi llorar de rabia e impotencia muchas veces.

Yo me sentía intimidada ante su presencia, a pesar de su dulzura. Siempre admiré y seguiré admirando, su belleza física, su voz, su corazón bondadoso, el cariño que daba a puños y su admirable entrega a las luchas sociales.

Segunda etapa. Después, cuando me vine a radicar a Hermosillo, nuestros encuentros seguían siendo de mucho cariño, pero ya teníamos discusiones y desacuerdos. Puedo decir que fue una etapa de rebeldía. Fue la época de más afluencia de amigos en su casa, la que a mí me tocó, por lo menos. Aunque mayormente estábamos contentos, hubo desavenencias, cosas de la convivencia, pero jamás nada nos separó, nunca dejamos de hablarnos y buscarnos, de perdonarnos. Siempre fue y seguirá siendo como un padre para mí.

Tercera etapa. Llegó la madurez y podíamos sostener charlas más concienzudas y hablar de miles de cosas, de adulto a adulto. Él me seguía regañando, pero ahora yo también podía regañarlo a él. Decirle que me preocupaba que se desvelara, darle consejos sobre su alimentación, que comiera esto o aquello, que tomara vitaminas, y esas cosas que dicen los hijos a los padres cuando son mayores. Esta última fue mi etapa favorita, donde más disfruté de su compañía. Los amigos ya estaban ausentes, pocas veces vi a uno que otro llegar y estar con él. A veces se quejaba de eso, pero estaba tranquilo.

Le daba serenidad saber que pronto podría darle vida a su casa de nuevo, adaptándola para organizar eventos culturales, presentaciones de libros y música en vivo. Sabía que así, sus amigos regresarían y volvería la magia de la amistad, las conversaciones interminables, y los abrazos; esos abrazos que te daba cuando llegabas, dulces, apretados, murmurando palabras suaves.

Foto: Cortesía | @luisrey.morenogil

Su ausencia física, la falta de sus palabras, de su risa, no se sienten tan pesadas cuando lo visualizo en mi mente. Su recuerdo, su memoria, están completos. Está en sus fotografías, en los videos que guardamos de él. Al regresar a su casa, después de despedir su cuerpo en la funeraria, creí que sería devastador, que me derrumbaría al entrar, pero no fue así; sentí una inmensa paz, una tranquilidad conmovedora; y hoy, 25 de agosto, cuando él está cumpliendo 71 años, estaremos con él, porque él está ahí. Su esencia es tan fuerte, que se puede sentir en cada rincón de la casa. Es como si él mismo fuera su casa, cada pared, cada objeto, la tierra del patio, la palmera. Es como estar dentro de su pecho, aún palpitando, dejándonos saber que nos tiene y nos quiere y seremos parte de su alma para siempre.

Algún día le diré adiós, pero será cuando él lo decida. Me dirá cuando esté listo, y tomará la mano de su madre y caminarán juntos hacia ese lugar donde habremos de verlo de nuevo con su guitarra, su sombrero y su hermosa y eterna voz. Te amamos, Luis.

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Llevaré a caminar mi corazón.

Lo llevaré a pasear.

Que se distraiga un poco

para que olvide un tanto.

Mirando esas otras soledades

que encuentra por las calles se consuela.

Mi pobre corazón doliente

tengo que tratarlo como un perrito

sacarlo a pasear para que no reviente

y muera en su propia tinta.

Luis Rey Moreno Gil

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