/ domingo 7 de julio de 2024

Paréntesis | Crónica de aquellos días en la Academia de Arte Dramático de la Unison

¿Qué poder transformador tiene el teatro? Aquí una crónica llenita de emociones y experiencias de Carlos Sánchez en la Academia de Arte Dramático de la Unison

Llegué buscando la vida y me encontré a mí. Yo no sabía de escena, ni de lenguaje, ni de texto ni dirección (sigo sin saberlo). La iluminación del escenario me abrió las puertas de la apreciación. Escuché de facto las voces más profundas, los actores más apasionados, el entramado de un discurso corporal planteando desde historias de antaño hasta las más contemporáneas.

Me tocó un festival nacional de teatro, después un festival de monólogos. Fue cuando descubrí la dramaturgia de Óscar Liera y la existencia de una puesta en escena bien llamada La luz de tus blancos colmillos. Todo se convirtió en magia, la transformación interior iniciaba su curso.

Los montajes que ahora apreciaba nada tenían ya qué ver con los que se improvisaban en el barrio: un tiro limpio, el descontón, la patrulla tirando sus luces entre los callejones, la música del llanto que orquestaba los eternos conflictos, la nota roja como marquesina ofertando nuestras tragedias. Esto es un asalto.

Lee también: Paréntesis | La gestión cultural y sus asegunes

Entrar al teatro Emiliana de Zubeldía fue la revelación más impactante. El silencio una conmoción; el telón, las butacas, las luces de sala, me abrieron paso al paraíso. Ni qué decir de la tercera llamada, esa frase instaurando la emoción.

Luego vino lo otro también certero-mágico. De pronto mi voz siguiendo las notas de un piano en clase de vocalización, mi cuerpo acatando las órdenes en la clase de relajación, hubo una vez, o dos, o tres, en la que me quedé dormido y al despertar el llanto. Catarsis me dijo que se llama, el maestro Óscar Carrizosa.

Al escuchar a Luis Enrique García exponer sobre el origen del teatro o bien de la materia análisis de textos, yo me perdía en silencio: implacable oferta sobre los factores que el exponente dictaba. Inverosímil se me dibujaba la existencia de tanto conocimiento en la voz del maestro. Un trotamundos hecho y derecho. Ya después caerían en mis manos sus libros: Raza de papel, Crónica de gente cercana, y Ciudad Nocturna, la narrativa que nos puso en el mapa nacional en cuanto a literatura hermosillense.

Foto: Cortesía | Carlos Sánchez

A Luis Enrique le debo mi gusto por la narrativa local, esa que desde su lenguaje universaliza la aldea. Un fregón también en la destreza del baile: danzón y tango. Las historias que me contaría extra clase, son de antología, esa lupa con la que admiré la ciudad y el recorrido que hiciera por Argentina, también por la Ciudad de México. Nos hicimos retecuatachos y tuve el privilegio de que me prologara mi primer libro. El maestro fundó la confianza en la escritura, me dijo sin ambages: “tu libro es publicable, éntrale”.

Fue en la Academia de Arte Dramático donde mi nombre cobró trascendencia, porque supe allí que la vida contiene muchas otras aristas y caminos por recorrer. De pronto me encontré leyendo textos dramáticos, luego apoyando en ensayos de montajes, acudiendo fervientemente a los salones contiguos al Museo y Biblioteca de la Universidad de Sonora.

Me maravillaba a más no poder la planta baja, allí en el taller de escenografía, cuánta creatividad de Emilio para engarzar la madera y convertirla en un puente o en un perchero, en un barco o en una carreta que rueda al tirarla con las riendas de un caballo. Todo con olor a pegamento y el sonido del martillo sobre los clavos.

A veces acudíamos a clases de maquillaje, o bien a prácticas escénicas, iluminación, danza contemporánea con el maestro Juan García de la Cruz, de quien siempre fui objeto de cariños disfrazados de regaños. Escuchar la música que nos programaba, sentir la duela sobre la piel, liberarnos una y otra vez desde el cuerpo, fue la enseñanza más placentera en esa aula presta para el baile.

“Si no te enderezas te meto un palo en el culo”, me dijo Juan, yo por más que intentaba la estética de mi espalda, lo más que lograba era encurvarme y mostrar los pasos que ejercía en las fiestas del barrio o bien en la cancha de patinaje del parque Madero, de cuando esos domingos por la tarde amenizaban Los comandos del oeste. “Para eso sí eres muy bueno”.

Juan se nos fue de pronto, una tarde en la que claudicaba el vuelo de palomas, luego de una larga batalla contra el Lupus. Esto que cuento fue en los noventa, y sin embargo a veces cierro los ojos y parece que veo venir a Juan con su grabadora y en ella la caja de pandora para estimularnos de música el deseo de bailar, de caballito, pos ya qué.

A César Arturo Velásquez lo he vuelto a ver, a veces llega y me comenta sobre literatura, algunas cosas que he propuesto, en otras ocasiones la coincidencia nos cobija dentro de una sala de teatro. A él le debo la confianza en el desplazamiento sobre lo que me he dedicado a hacer, siempre sus ojos puestos en la lectura de lo que le comparto, empero, en esos años, mil novecientos noventaitrés, para ser exacto, el César me habló de la importancia de la actuación, con su conocimiento del tema, palabras sabias y comprometidas, me hizo enamorarme desde otra actitud, de lo que concierne al arte dramático.

Foto: Cortesía | Unison

En ese rondín sobre la Academia, cuando aún la energía física es sinónimo de búsqueda, un día tomé un papel protagónico en un montaje escénico. De la mano de Miguel Ángel Arvayo, un buen grupo de muchachos incipientes del arte nos dejamos guiar hacia la aventura de actuar. El gordo, de Óscar Liera, sufrió una paráfrasis y de pronto nos vimos montados en el escenario Alberto Estrella, en el acogedor programa: “Viernes, tercera llamada”.

Supimos entonces lo que es la adrenalina, la comunicación en corto, el riesgo de hacer el ridículo y por ende será mejor sacar la casta y hacer gala de toda concentración: detalles de utilería, la rola del casette lista para el play, un encendedor o los fósforos, que nadie llegue después de las cinco porque es ensayo general, verificar la lista de invitados, el sillón y el santo justo en la posición que les corresponde…

Así la extrañeza de esos días, de esas ocasiones. Así las fantasías dentro de una escuela generosa que me hizo cambiar de rumbo, y los martillos, el soplete, la pistola, el compresor, se fueron a la gaveta del recuerdo y emanaron con alegría los libretos, las exposiciones de artes plásticas, el concierto de piano y luego las voces del bel canto.

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El taller de carrocería cerró sus puertas y quiso la vida que el telón del aprendizaje se abriera para mis ojos. Tanto qué ser y agradecer. El llanto, incluso, cuando el yo espectador de aquel montaje hizo que regresara a la casa de los vecinos del barrio, donde la violencia sexual antecedió a esta obra tan certera que en ese instante mi humanidad dispuesta contemplara a manos llenas. Hablo de La infamia, Óscar, de tu texto, Liera.

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Llegué buscando la vida y me encontré a mí. Yo no sabía de escena, ni de lenguaje, ni de texto ni dirección (sigo sin saberlo). La iluminación del escenario me abrió las puertas de la apreciación. Escuché de facto las voces más profundas, los actores más apasionados, el entramado de un discurso corporal planteando desde historias de antaño hasta las más contemporáneas.

Me tocó un festival nacional de teatro, después un festival de monólogos. Fue cuando descubrí la dramaturgia de Óscar Liera y la existencia de una puesta en escena bien llamada La luz de tus blancos colmillos. Todo se convirtió en magia, la transformación interior iniciaba su curso.

Los montajes que ahora apreciaba nada tenían ya qué ver con los que se improvisaban en el barrio: un tiro limpio, el descontón, la patrulla tirando sus luces entre los callejones, la música del llanto que orquestaba los eternos conflictos, la nota roja como marquesina ofertando nuestras tragedias. Esto es un asalto.

Lee también: Paréntesis | La gestión cultural y sus asegunes

Entrar al teatro Emiliana de Zubeldía fue la revelación más impactante. El silencio una conmoción; el telón, las butacas, las luces de sala, me abrieron paso al paraíso. Ni qué decir de la tercera llamada, esa frase instaurando la emoción.

Luego vino lo otro también certero-mágico. De pronto mi voz siguiendo las notas de un piano en clase de vocalización, mi cuerpo acatando las órdenes en la clase de relajación, hubo una vez, o dos, o tres, en la que me quedé dormido y al despertar el llanto. Catarsis me dijo que se llama, el maestro Óscar Carrizosa.

Al escuchar a Luis Enrique García exponer sobre el origen del teatro o bien de la materia análisis de textos, yo me perdía en silencio: implacable oferta sobre los factores que el exponente dictaba. Inverosímil se me dibujaba la existencia de tanto conocimiento en la voz del maestro. Un trotamundos hecho y derecho. Ya después caerían en mis manos sus libros: Raza de papel, Crónica de gente cercana, y Ciudad Nocturna, la narrativa que nos puso en el mapa nacional en cuanto a literatura hermosillense.

Foto: Cortesía | Carlos Sánchez

A Luis Enrique le debo mi gusto por la narrativa local, esa que desde su lenguaje universaliza la aldea. Un fregón también en la destreza del baile: danzón y tango. Las historias que me contaría extra clase, son de antología, esa lupa con la que admiré la ciudad y el recorrido que hiciera por Argentina, también por la Ciudad de México. Nos hicimos retecuatachos y tuve el privilegio de que me prologara mi primer libro. El maestro fundó la confianza en la escritura, me dijo sin ambages: “tu libro es publicable, éntrale”.

Fue en la Academia de Arte Dramático donde mi nombre cobró trascendencia, porque supe allí que la vida contiene muchas otras aristas y caminos por recorrer. De pronto me encontré leyendo textos dramáticos, luego apoyando en ensayos de montajes, acudiendo fervientemente a los salones contiguos al Museo y Biblioteca de la Universidad de Sonora.

Me maravillaba a más no poder la planta baja, allí en el taller de escenografía, cuánta creatividad de Emilio para engarzar la madera y convertirla en un puente o en un perchero, en un barco o en una carreta que rueda al tirarla con las riendas de un caballo. Todo con olor a pegamento y el sonido del martillo sobre los clavos.

A veces acudíamos a clases de maquillaje, o bien a prácticas escénicas, iluminación, danza contemporánea con el maestro Juan García de la Cruz, de quien siempre fui objeto de cariños disfrazados de regaños. Escuchar la música que nos programaba, sentir la duela sobre la piel, liberarnos una y otra vez desde el cuerpo, fue la enseñanza más placentera en esa aula presta para el baile.

“Si no te enderezas te meto un palo en el culo”, me dijo Juan, yo por más que intentaba la estética de mi espalda, lo más que lograba era encurvarme y mostrar los pasos que ejercía en las fiestas del barrio o bien en la cancha de patinaje del parque Madero, de cuando esos domingos por la tarde amenizaban Los comandos del oeste. “Para eso sí eres muy bueno”.

Juan se nos fue de pronto, una tarde en la que claudicaba el vuelo de palomas, luego de una larga batalla contra el Lupus. Esto que cuento fue en los noventa, y sin embargo a veces cierro los ojos y parece que veo venir a Juan con su grabadora y en ella la caja de pandora para estimularnos de música el deseo de bailar, de caballito, pos ya qué.

A César Arturo Velásquez lo he vuelto a ver, a veces llega y me comenta sobre literatura, algunas cosas que he propuesto, en otras ocasiones la coincidencia nos cobija dentro de una sala de teatro. A él le debo la confianza en el desplazamiento sobre lo que me he dedicado a hacer, siempre sus ojos puestos en la lectura de lo que le comparto, empero, en esos años, mil novecientos noventaitrés, para ser exacto, el César me habló de la importancia de la actuación, con su conocimiento del tema, palabras sabias y comprometidas, me hizo enamorarme desde otra actitud, de lo que concierne al arte dramático.

Foto: Cortesía | Unison

En ese rondín sobre la Academia, cuando aún la energía física es sinónimo de búsqueda, un día tomé un papel protagónico en un montaje escénico. De la mano de Miguel Ángel Arvayo, un buen grupo de muchachos incipientes del arte nos dejamos guiar hacia la aventura de actuar. El gordo, de Óscar Liera, sufrió una paráfrasis y de pronto nos vimos montados en el escenario Alberto Estrella, en el acogedor programa: “Viernes, tercera llamada”.

Supimos entonces lo que es la adrenalina, la comunicación en corto, el riesgo de hacer el ridículo y por ende será mejor sacar la casta y hacer gala de toda concentración: detalles de utilería, la rola del casette lista para el play, un encendedor o los fósforos, que nadie llegue después de las cinco porque es ensayo general, verificar la lista de invitados, el sillón y el santo justo en la posición que les corresponde…

Así la extrañeza de esos días, de esas ocasiones. Así las fantasías dentro de una escuela generosa que me hizo cambiar de rumbo, y los martillos, el soplete, la pistola, el compresor, se fueron a la gaveta del recuerdo y emanaron con alegría los libretos, las exposiciones de artes plásticas, el concierto de piano y luego las voces del bel canto.

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El taller de carrocería cerró sus puertas y quiso la vida que el telón del aprendizaje se abriera para mis ojos. Tanto qué ser y agradecer. El llanto, incluso, cuando el yo espectador de aquel montaje hizo que regresara a la casa de los vecinos del barrio, donde la violencia sexual antecedió a esta obra tan certera que en ese instante mi humanidad dispuesta contemplara a manos llenas. Hablo de La infamia, Óscar, de tu texto, Liera.

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