“El vínculo que se ha formado entre nosotras toma la ruta de la distancia. En la carretera de regreso, rumbo a Hermosillo, el grito de la más pequeña aparece a través de un águila que juega con el viento por encima de los saguaros”, describe la cineasta Fernanda Galindo sobre una tarde con jóvenes artistas de la comunidad comcáac en Punta Chueca.
Por tercer año viajo a Punta Chueca para ir al Xepe an cöicoos, un festival de música organizado por Hamac Caziim, grupo de rock comcáac, y la gestora cultural Diana Reyes. Al llegar a Punta Chueca, la geografía de mi ruta se detiene en varios puntos: la casa de Aurora, una niña de 11 años que adora escuchar a BTS (Bangtan Boys); la de Alexa, de 13 años, que suele vestir de negro, como si quisiera pintar con el color de su cabellera las extremidades de su cuerpo; de Brianda, hermana de Alexa, 16 años, que desde niña sube al escenario en cada festival para cantar las canciones que compone al mar, a la tristeza, a un familiar que se fue a donde no puede abrazarlo; la de Gloria, cabello rizado como el nido de un colibrí, que vive en Kino, pero ha venido de visita a la comunidad como cada año, para el festival. La casa de Kayley, de 11 años, una niña que prefiere observar, como quien necesita el silencio para retener lo que mira en la memoria.
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Trazo una línea entre esos puntos y esta vez otras niñas deciden unirse a la constelación: Renata, prima de Kayley de 11 años, Lucero de 8, y Nirvana, hermana de Aurora, que ronda los 5. Buscamos la sombra en el patio de Aurora y nos colocamos alrededor de la bocina que lanza las pistas de las canciones que las niñas crearon en febrero de 2021, cuando las conocí. Ensayamos para el concierto del domingo en la mañana, cuando está programada su agrupación, Azöj Canöj, que significa Estrella resplandeciente. Nos han invitado a celebrar las infancias con un concierto. Ensayamos “la del conejito”, “la de los pájaros”, que es como llamamos a cada canción, aunque Alexa reclama que debemos ponerles un nombre. Cuando llega “la de la tristeza”, recordamos que la escribió Brianda, que este año cantará como solista. Le pido a Alexa que narre la historia del grupo a las nuevas integrantes. Alexa intenta resumir: nos conocimos hace tres años, creamos canciones juntas, ganamos un concurso y por eso fuimos a la Ciudad de México. Ella casi vomita en el avión, en su primer vuelo. Regresamos y cantamos Xepe tras Xepe, hasta ahora. Lo normal es ensayar un día antes. Ahora les toca a ustedes aprenderse las canciones.
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El ensayo termina. El punto que represento se aleja, pero al otro día nuestra constelación vuelve a ordenarse en el escenario. Somos un trazo como el que se dibuja en la pintura tradicional de rostro: puntos y líneas conectadas entre sí. El mar nos acompaña a un costado del escenario. El desierto amplifica sus voces del otro lado. Las niñas cantan. “Una vez en la noche, soñé con mi amiga, que fuimos al monte, el que está allá”. Las nuevas integrantes juegan con el micrófono. La voz de una de ellas estalla de vez en cuando, sin modulación, como cuando la necesidad de un grito nos sorprende al desenredar su sonido.
El vínculo que se ha formado entre nosotras toma la ruta de la distancia. En la carretera de regreso, rumbo a Hermosillo, el grito de la más pequeña aparece a través de un águila que juega con el viento por encima de los saguaros. El sonido me hace pensar que la constelación se mantiene viva a pesar de la distancia; que habrá otro ensayo un día antes de un concierto, que estamos juntas y que mientras esperamos el Xepe del otro año, éste nos ha dejado una memoria que será transmitida a las otras niñas que quieran hacer estallar su voz en el desierto.
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