Las generaciones son marcadas por muchos aspectos, algunas se definen por la vestimenta, los eventos sociales, hoy en día las define una letra o un concepto inamovible como la llamada generación de cristal. Pero no hay nada más definitorio que la música que se escucha, las melodías que acompañan el acontecer de tu vida.
Los grupos musicales, sus integrantes y sobre todo las letras de las canciones, son una fotografía de lo que fuiste, de lo que pensabas, de la esperanza o desesperanza que te habitaba. No puedo evitar rememorar un sinfín de pensamientos y emociones al escuchar —ahora en mi carro gracias a la magia de Spotify— el disco El Dorado de los Aterciopelados; ese disco lo tuve en casete allá por el 96 ó 97, en ese entonces no tenía carro, iba terminando la universidad y creo que tampoco tenía expectativas de vida. Sin embargo, las letras de las canciones del disco fueron un baño de frescura y regocijo.
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Mis amigas y yo, coreábamos “La florecita rockera” como un himno, nos habitaba recién una rebeldía femenina, la canción nos afianzaba en un territorio, que ya considerábamos ganado, en las tocadas, en nuestras relaciones amorosas, en las calles, la fresita siendo insurrecta era nuestra condición.
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Viene a mi mente también el estribillo de “Estoy hasta la coronilla, tú no eres mi media costilla, ni la octava maravilla” del Bolero Falaz que con enjundia y poca voz coreaba con cerveza en mano. Hay muchas más canciones de este grupo y en general de los años 90 que están en el soundtrack de mi vida, que la verdad ya va como en su volumen III.
Y pues como se imaginarán, haciendo culto a la añoranza, seguro me vieron en las Fiestas del Pitic coreando a Los Aterciopelados en voz de la genial Andrea Echeverri, celebrando a la ciudad que gozamos y no pocas veces padecemos.