Llevar a cabo cualquier forma de arte es un acto de resistencia, de terquedad ante un sistema que cada vez desprecia más el arte por el arte mismo, se nos exige que sea funcional, productivo.
El cine, sobre todo, tiene que jugar el doble papel de ser arte y ser industria, y tener éxito en ambos. Luego entonces —cada tanto— me pregunto: ¿y cómo le hago, si en este país no hay una industria cinematográfica saludable ni un circuito artístico donde todos tenemos cabida? Y mis reflexiones me llevan inmediatamente a pensar que quizá en la Ciudad de México hay más posibilidades de hacer cine constantemente…
Luego pienso en los temblores, en el tráfico, en estar lejos de mi familia, en la fatiga que la altura nos genera a los que nacimos a nivel del mar, en la ilusión de las posibilidades, en la injusticia de la centralización de las actividades artísticas y culturales, en por qué no podría hacer una película cada año o dos en Sonora —quizá no sería cine industrial, pero sí cine hecho sin prisas y con mucho amor—, en que si tanto me quejo de la centralización, bien podría quedarme y a punta de picar piedra demostrar que sí podemos hacer películas en los estados, en lo que para mí significa calidad de vida: contar nuestras historias, historias de la sierra, de la frontera, del desierto y el mar, de migración y violencia, de desigualdades, de luchas y resistencias, pero con nuestros ojos y desde nuestras entrañas, con nuestros amigos y colegas, a través de nuestros fondos y estímulos.
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Tenemos derecho de hacer cine así: desde nuestro terruño, con herramientas propias, haciendo responsables a las instituciones públicas y empresas privadas, porque hacer películas nos conviene a todos.
A unos nos permitiría vivir y hacer nuestro trabajo de tiempo completo, a otros les ayudaría a incidir en las políticas públicas culturales, a devolver un poco a la sociedad que consume sus productos y servicios y —por qué no— como publicidad, y a otros me parece innecesario enlistar aquí los porqués, pero aun así lo haré: porque el cine es memoria, es identidad, es arte, es una herramienta que nos ayuda a empatizar con quienes vemos en pantalla, a regenerar el tan lastimado tejido social, a aprender, a conocer otras realidades, a imaginar muchas posibilidades, es una curita que te puedes pegar donde más te duele.
Ya que estamos mencionando lo obvio: en estas líneas estoy hablando de la terquedad de contar nuestras historias, de hacer cines sonorenses (porque no es solo uno, sino que también es diverso) y de poder tener una vida digna al hacerlo, no hablo de lo bueno o malo de convertirnos en mano de obra especializada, pero barata, para que películas industriales vengan a utilizarnos como locación gigante, sin regulaciones ni sindicatos, a pagar un tercio de lo que pagan en ciudad más grandes. Eso es otro cantar.
Estudié Economía en mi amada Universidad de Sonora porque no quise migrar a una ciudad más grande para estudiar Cine, pensé que esa carrera podría dotarme de las herramientas necesarias para producir películas si me esforzaba un poco en orientarlo para allá por mi propia cuenta; no solo me dotó de esas herramientas y muchas más, me hizo aprender de las desigualdades, de las injusticias, de historia, de desequilibrios en ofertas y demandas, muchísimas perspectivas y puntos de vista, a ser tolerante con otras formas de pensar, y eso no lo enseñan en ninguna escuela de cine. Quizá no he visto todas las películas de Tarkovsky, ni del Cine de Oro Mexicano o del Nuevo Cine Latinoamericano, tampoco el más reciente cine de autor coreano en blanco y negro con planos de veinte minutos cada uno, pero todos los días tengo la fortuna de levantarme y trabajar en proyectos de cine honestos, con compañeros que tienen la inquietud y el derecho de expresarse a través de películas, porque todos tenemos derecho a tener una vida digna, a trabajar haciendo lo que más nos guste, es un derecho básico que obtenemos al nacer.
Sin embargo, parece que a diario tenemos que pedir de favor que se nos reconozca ese derecho, que no nos quiten los logros alcanzados como los fondos, estímulos y fideicomisos, logros que intentan poner el suelo un poquitito más parejo para todos, herramientas que nadie parece cuestionar en otros sectores más que en los artísticos, culturales, educativos, científicos y socioambientales. Siempre salen los bots con que “si quieren hacer arte, que lo hagan con su propio dinero”, como si las industrias mineras, agrícolas, ganaderas, financieras, no contaran con estas mismas herramientas, necesitadas por todos los sectores, cabe mencionar.
Nos acostumbramos tanto a escuchar estos discursos que empezamos a creernos la idea de que para hacer arte hay que dejarlo todo y hacerlo sin nada, dejar la salud mental y física de lado, no cobrar por nuestro trabajo, no vivir con las necesidades básicas cubiertas, a tener tres o cuatro trabajos para pagar los recibos.
Confío en que, poco a poco, esta mentalidad está cambiando. Mi generación de millenials y las que vienen detrás, ya no estamos dispuestos a ser mártires en un mundo que no nos asegura un trabajo con prestaciones mínimas, una jubilación, la posibilidad de tener una casa propia ni siquiera un planeta con temperaturas normales, agua y aire limpios.
Estas generaciones boicotean mítines políticos, luchan contra la desinformación, salen a las calles a marchar, no toleran agresiones ni violencias de ningún tipo, y al hacerlo molestan porque el cristal con que están hechas es duro, resistente y su transparencia convierte un rayo de luz en un arcoíris.
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El futuro ya empezó. Aquí se hace cine con y desde el estómago —el órgano que es corazón y cerebro a la vez—, cine diverso, con ayuda de los amigos, las mamás y papás, las tías que nos echan bendiciones con stickers de piolines, como resistencia a irnos de Sonora, con mucha terquedad, haciéndonos de tripas corazón ante la indiferencia, los sentimientos de orfandad y de estar lejos del centro, pero con muchas ganas de contar nosotros mismos nuestras historias, no importa que filmemos a cuarenta grados o a menos cinco.
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