Por más de 25 años tuve la fortuna de construir una entrañable amistad con Julio y Helga. Al inicio de esa afortunada aventura, fui una más de las personas que visitaban la más añorada casa de los Krebs Montané, en la avenida Centenario Sur 50. Fueron esas reuniones el medio que ella utilizó para tejer una red de amistades; con esa disciplina, con esa visión artística tan de largo plazo que la caracterizó.
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En esas reuniones, ambos compartían su sabiduría. Recuerdo a Julio, moviéndose enérgicamente de un lado a otro, impartiendo cátedra sobre política, educación, arqueología, cartografía o historia de los siglos XVI y XVII, y su gran pasión: el encuentro de los mal llamados viejo y nuevo mundo que dio lugar a la colonización, la cual, nos explicaba, ha venido adoptando otras formas que siguen presentes y nos condicionan, nos siguen sometiendo. Sabía que en los pueblos originarios está la contraparte civilizatoria.
Helga complementaba estas cátedras hablando de cine y literatura y, además, se ocupaba de preguntar sobre la vida personal de cada uno. Fue la forma con la que decidieron asaltar mentes, trastocar pensamientos e incitar a la lectura para el conocimiento; la manera de invitar a los demás a razonar sobre “cómo va el mundo”.
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Nunca disminuyó su curiosidad de saber y estar: ambos fueron conscientes, en sus últimos años, que cada día les costaba más satisfacerla, tanto por el debilitamiento de sus energías físicas, como por la rapidez vertiginosa en la que la humanidad está conquistando nuevos conocimientos. Pero se percataron, desde jóvenes, que mucho de ese conocimiento dejó de ser el medio para llevar a las comunidades al buen vivir, donde también han quedado atrapadas las manifestaciones artísticas. Por ello, estoy segura, Helga decidió no participar en el mercado del arte.
Al final de la carrera de su vida, Julio supo que, junto con la Preciosa, como llamaba a Helga, dejaron una gran huella en este lugar del planeta donde diversas circunstancias los trajeron a vivir y morir.
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