El espectador decide. A saber, si el título de la obra, Los idiotas, es ironía o atino. Porque lo que se muestra en el escenario, en el desdoblamiento de la puesta en escena donde los actores Mariano Sosa y Dettmar Yáñez interpretan a K y Q, son ideas que convocan a la reflexión, el análisis, incluso, a la empatía con tanta desolación: física y emocional.
Hay en este febril territorio, un movimiento encomiable del arte de la escena. Hincapié necesario sobre Multicultural Sonora-Estudio Margarita que propone un espacio por demás digno y que nos informa que mientras la pasión exista el arte llegará a nuestros ojos. Es un escenario pequeño, acogedor, por ende, los recursos que provee la producción de la obra de marras, son los más atinados neceseres minimalistas. La imaginación complementa el universo enclavado en ese desierto, debajo de un árbol, sobre esa carreta o burro, o carcacha en la que se desplazan los protagonistas que van en búsqueda de quién sabe qué.
O, mejor dicho, que van en búsqueda de sí mismos, sobre todo el más desasosegado que se pregunta una y otra vez: ¿cómo puede haber gente que puede vivir así nomás? Su imposibilidad de identidad le carcome los intestinos, para siempre.
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Hay un montón de ternura, lo que subyace, sobre la aparente violencia en una relación cuasi eterna. No hay temor por la querencia una y otra vez dicha, una y otra vez como evidencia de una necesidad urgente de compañía. Porque el destino así, por la circunstancia de.
El texto (autoría de Carlos Liscano) clasificado en el género del absurdo, parecería que cae en contradicción, quizá por la maravillosa dirección de escena, puede ser que la soberbia actuación de los actores borre cualquier impronta de las intenciones absurdas, porque si algo contiene esta propuesta es la claridad temática: dónde chingados nos metemos para sobrevivir en un mundo a todas luces visto por la persecución de la cordura, cómo lidiar entonces con una o dos o todas las personalidades que nos habitan en el interior y de las cuales en ningún lugar del mundo se acomodan a la aceptación o conducta de los demás, la generalización del cómo se debe ser y cómo se debe actuar para ser persona normal.
En cada escena, en cada movimiento, a cada paso que los personajes dan porque los actores y la dirección y el texto lo decide, se nos plantea un universo de posibilidades ante el espejo que de pronto la obra es. Un llamado a cuentas, la posibilidad de entender (con felicidad y plenitud) que no somos los únicos, que no estamos solos, en la angustia total de la incomprensión del para qué y por qué estamos aquí.
Para la gracia y como un plus calculado, viven los instantes bonitos del humor, esa ironía contra el yo mismo, la inteligencia de una frase o un gesto, la risa o el llanto, el dolor o la gloria del impulso para ejercer los pasos de baile más despreocupados.
¿Adónde van los que van? ¿Qué buscan los que buscan? Quizá como espectadores no encontraremos respuestas, lo que sí nos quedará claro ante la contemplación de Los idiotas, es que la fraternidad, la solidaridad, el compañerismo, existen. Y esa gana de continuar en la asistencia al teatro, porque qué mejor lugar y tiempo que una hora y media de reflexión, y la consecuencia inminente, sin nada más qué ofrecer, los aplausos se avizoran como la única respuesta de gratitud, reitero, ante el soberbio y desmesurado talento de los actores, tiene qué ver esto con la pasión que es vocación.
Hace un buen rato que Beatriz Salas (productora), Mariano Sosa y Dettmar Yañez, se han creído el compromiso que implica el arte ante la sociedad. Debe ser por eso que de manera frontal construyen una y otra vez los proyectos que desencadenan en propuestas que se nos quedan dentro, muy dentro del pensamiento y la emoción.
La noche del sábado trece de julio del dos mil veinticuatro estará inscrita en la memoria, como un acontecimiento que refrenda que cuando se quiere se puede, si hay que atravesar el desierto en un carrito del super mercado, hay que intentarlo, quizá no se logre, quizá sí, empero, para llegar a la orilla del río hay que aventarse a la corriente. Los integrantes de esta compañía lo están haciendo, y difícil se avizora que claudiquen, porque, ni modo, compañeros, nacieron torcidos, con el gen que dicta la necesidad de montarse a la escena para señalar y decir el mundo en que vivimos.
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En cuanto a Los idiotas y su presumible género de lo absurdo, lo absurdo sería y es que no valoremos en su justa dimensión lo que el teatro en Sonora nos está proponiendo, con esta entereza de estos actores que se han quitado o nunca tuvieron el deseo de entretener por entretener. El teatro de anoche y el desde siempre, el que ellos hacen, contiene un llamado a nosotros mismos, y la reiteración de la pregunta: ¿Quién soy y qué hago aquí? Tengo ganas de super llorar.
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