El Mercado Municipal de Hermosillo olía a helado de chorro y, muy fuertemente, a café de la olla. No cualquier helado, no cualquier café. Eran exclusivos de ese mercado que, a 25 años de haber abandonado mi terruño, sigue estando allí, idéntico, marmóreo, bien plantado y, con suerte: inmortal.
Poco cambian los aromas, mucho menos el sabor de sus caldos que, me atrevería a afirmar, no tienen parangón, y si gente de otros países supieran el manjar que representan viajarían hasta allí sólo para satisfacer su paladar. Lo que cambia, eso sí, es la gente.
Los rostros con los que me topo, sin embargo, activan un resorte de familiaridad, lo que me hace pensar que los negocios pasan de un pariente a otro, de una generación a otra, creando ese efecto de que son los rasgos de siempre.
Lee también: Paréntesis | Crónica: Las voces del Mercado Municipal de Hermosillo
Mi tienda favorita sigue funcionando: libros y revistas. La visito cada vez que regreso y me maravilla advertir que las novelas rosas que devoraba en la adolescencia siguen estando allí, como el dinosaurio de Monterroso, en el mismo estante. También los amarillentos libros arrumbados en un chirriante carrusel que, evidentemente, nadie toca hasta que llega la turista.
De mi más reciente viaje me traje, por nostálgica, una novela de Azorín que ya leí por sugerencia de mi inolvidable jefe, don Abelardo Casanova; también otro de la princesa de Cleves, leído también. Es como traerme un poquito del olor a papel húmedo, un cachito de mi historia y mi inocencia.
No existe nada más revitalizante que sumarse a los comensales de las barras que están en la entrada principal, donde aguarda un paraíso sumergido en vapores de café y caldos, el chirriar de los periódicos matinales que trémulos se extienden, las conversaciones de los viejitos que acuden cada mañana a despejar el sueño con una taza del mejor café de olla del mundo.
Aunque seas turista, como lo soy ahora, porque ya no soy reconocida como en mi juventud, porque los que me identificaban ya partieron de este mundo, me integro maravillosamente a esa catártica complicidad de sonrisas y chistes, desdentados algunos, que me hacen ver que, aunque desconocida, algo en mí, en mi mirada o en mi forma de hablar, les produce la misma sensación de déjà vu.
Donde la tristeza se transforma en nostalgia.