En su viaje planetario, el Principito encuentra cargos que disponen gobernanza para nadie, y normas dirigidas a la nada. Así parece funcionar Sonora, entidad que hasta hace pocos años tenía la particularidad de ser tierra donde existía una ley sobre patrimonio cultural, sin que nada lo fuera. De tal forma, por tres administraciones del Instituto Sonorense de Cultura ha existido una Coordinación General de Patrimonio Cultural —degradada de su carácter “general” por su actual Dirección—, pero la parcela sideral de su jurisdicción se asume agreste, siendo un horizonte de prodigios.
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La polisemia que aqueja a la denominación “patrimonio cultural” se deriva del uso inapropiado del concepto, pues, aun siendo amplio el conjunto de campos que abarca, es posible identificar teórica y empíricamente los elementos tangibles e intangibles que comprende. Toda expresión que fue generada por una comunidad, o por algunos de sus integrantes, y que se ha concretado ya sea en el paisaje de su asentamiento, en obras singulares o en su imaginario colectivo; que es herencia y factor esencial para preservar la identidad cultural de sus portadores; de la cual se goza de plena consciencia acerca de su propiedad comunal; tal expresión, posee la condición de patrimonio cultural.
El anterior supuesto es base de los protocolos convenidos institucional y jurídicamente en los niveles internacional y nacional. Sin embargo, existen otras dos acepciones; una inscrita en el plano político, que se conforma con asignar la categoría mediante un fugaz acto cívico, que se ha verificado a nivel local; y una más, que describe una situación en la que la sociedad, o alguna de sus comunidades, se ha apropiado de una manifestación cultural que le fue heredada, a la cual considera sustancial para su autoidentificación, pero que carece de estatura jurídica específica —como la danza del venado cahita o las coyotas—.
En el universo doncel del patrimonio cultural se encuentran: el patrimonio histórico-identitario (paleontológico, arqueológico y documental); la cultura material de la vida cotidiana (vestimenta típica; herramientas, utensilios y objetos de costumbre); el patrimonio del entorno (arquitectónico, religioso y civil); el acervo artístico (presente en la imagen urbana, en colecciones privadas, y en galerías y museos); y el conglomerado de la cultura intangible (lengua; gastronomía; medicina tradicional; música ceremonial, regional y popular; danzas rituales; arquitectura vernácula y territorialidad).
Respecto al ámbito formal, una expresión considerable como patrimonio cultural, cualesquiera que sea su clasificación particular entre las varias que existen, debe haber sido designada por ciertas instancias (Unesco, Congreso de la Unión, Congreso del Estado y/o Cabildo Municipal) y, a la vez, debe contar con un plan de salvaguarda. No obstante, en el nivel local se ha llegado a declarar “patrimonio cultural” a determinadas expresiones carentes de mérito para el logro de la distinción y, peor aun, sin planes que las respalden.
Actualmente, en Hermosillo cuentan con declaratoria: Cerro de la Campana, Catedral Metropolitana de Nuestra Señora de la Asunción, Plaza Zaragoza, Parque Madero, Capilla de San Antonio, Capilla del Carmen y, desbordando toda mesura, el festival cultural Fiestas del Pitic. El panorama de las manifestaciones declaradas “patrimonio cultural” expresa, por un lado, un evidente rezago respecto al proceso de patrimonialización en México y en el mundo; por otro lado, la carencia de planes de salvaguarda que sustenten dichas declaratorias —lo cual se hace evidente en el caso del Cerro de la Campana, para el cual no existe siquiera una vaga intención de efectuar un trabajo remedial, que retire del promontorio la infraestructura de telecomunicaciones que invade su cima—.
En Jalisco se cuenta con seis Declaratorias por parte de la Unesco –entre ellas, el mariachi y la charrería–, así como con un Inventario Estatal del Patrimonio Cultural. En Sinaloa, entre otras expresiones, el Juego de Ulama forma parte del inventario del Patrimonio Cultural Intangible, y en Baja California Sur cuenta con esta condición la tradición cuaresmal yaqui-popular. En el estado de Oaxaca, se tiene incluso un Instituto del Patrimonio Cultural. En varias entidades de México tales inventarios acumulan en promedio diez elementos y, a la vez, existen incluso “listas de espera”; candidaturas de expresiones culturales que, en algunos estados, acumulan miles de expedientes. ¿Qué se procura? Se pretende tener propiedad legal y certeza jurídica sobre las creaciones, tanto artístico-individuales como comunitarias, respecto al plagio, el saqueo, la usurpación de identidad y la apropiación cultural.
Procurando evaluar el estado del patrimonio cultural regional, la infraestructura cultural es un primer rubro por analizar, abarcando su equipamiento, sus acervos y herramientas que hacen posible el trabajo artístico en tales sitios: instrumentos de agrupaciones musicales, implementos para generar obra plástica, teatral y dancística.
El resguardo de la obra artística tiene como mayor compromiso la preservación del vasto conjunto de la obra plástica, la literatura, la obra musical. Si bien sus formatos inscriben a estas creaciones en los espacios interiores, y esta condición parecería volverles obras inasibles para la sociedad, su catalogación, almacenaje, restauración y demás cuidados implícitos, así como su comercialización, se encuentran normados. Debido a la carencia de un paradigma de patrimonio cultural, y al predominio de falsas ideas en torno a la propiedad y la dignidad del trabajo artístico, es que actualmente se padecen deficiencias en los mencionados rubros, tanto en recintos oficiales, como en las relaciones entre instituciones, artistas y particulares.
Los flagelos del robo en el ámbito del arte y de la curaduría falaz ha contaminado incluso la diplomacia y los programas artísticos en los que la entidad ha participado en este 2023, que fue oportunidad para el despliegue de la grandeza humanística del desierto de Sonora, sin alcanzarse. Se puede ir tan retirado como al Lejano Oriente, sin llegar a ningún lado.
Además, en cuanto al entorno, debe cuestionarse: ¿qué ha ocurrido con los monumentos que definían la imagen urbana, que los asentamientos sonorenses parecieran no ser los de hace treinta o cuarenta años, fulgurantes durante la segunda mitad del siglo XX, por lo menos, en sus áreas históricas?
La monumentalística, como expresión artística, ejercicio estatal y/o como acción ciudadana, apareció en Sonora durante el periodo del Porfiriato. Las primeras iniciativas sucedieron en otras localidades, como Álamos, Bacoachi, Guaymas y Santa Ana. Finalmente, el primer monumento en el estado se dedicó a Jesús García Corona, en Nacozari (1909).
En Hermosillo, su primer monumento fue el dedicado a Miguel Hidalgo, que fue erigido gradualmente entre 1910 y 1914 —teniendo como trasfondo una disputa entre ciudadanos y gobernantes—. Durante el periodo posrevolucionario aparece propiamente la monumentalística cívica en la capital sonorense. El primer acto ocurrió en el Parque Madero, donde se construyó un monumento al héroe de Nacozari, Jesús García Corona (diseño de Fermín Revueltas, y bajorrelieves de Ignacio Asúnsolo, 1932).
La mayoría de los monumentos existentes en Hermosillo corresponden al proyecto moderno, sobresaliendo: Benito Juárez (1950), A la Madre (1955); Abelardo L. Rodríguez (1961), Adolfo de la Huerta (1962), Álvaro Obregón (1963), Eusebio Francisco Kino (1964), Juan Bautista de Anza (1965), Plutarco Elías Calles (1967), entre otros. De los monumentos erigidos durante el colofón de la modernidad, destacan: Jesús García Corona (Julián Martínez Sotos, 1977) y Venustiano Carranza (Luis Sanguino, 1981).
Los dos monumentos dedicados a Jesús García Corona han sufrido afectaciones durante el transcurso del siglo XXI. Con la remodelación del Parque Madero en 2010, se atentó contra el monumento creado por Asúnsolo y Revueltas, al sustituir la capa que cubría a la estructura completa, por lo que prácticamente ya no se tiene la obra artística original.
Durante los últimos meses de 2023 se instrumentó una fallida iniciativa de reubicar del parque Madero hacia el Cerro de la Campana a la escultura realista creada por Martínez Sotos dedicada a Jesús García Corona —precisión debida, ante la existencia de otro monumento al personaje, con los estilo del art déco y de la Escuela de Talla Directa—, aprovechando el proyecto de remodelación del parque, emprendido por el ayuntamiento. Finalmente, no obstante que la pieza escultórica ya había sido removida, se dispuso su regreso al sitio original. Sin embargo, el proyecto del parque sí implicaría otra afectación: el desmantelamiento del monumento dedicado a Francisco I. Madero.
El problema de fondo va más allá de una pretendida corrección de la historia —argumento para la reubicación del monumento a García Corona—, pues es primordial identificar el contexto ambiental; los elementos histórico-culturales que se encuentran dentro de sus perímetros están legalmente resguardados. En el caso del parque Madero, su clasificación es como Bien de Interés Cultural.
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También la consideración del contexto nos lleva fuera de los asentamientos, donde se encuentran áreas que cuentan con singular condición ambiental y que, además, poseen una preciada connotación cultural. No obstante, durante la implementación del desarrollismo en la región diversos sitios caracterizados por este prodigio han fenecido debido a la construcción de obras de infraestructura, como presas o vías férreas, o creación de valles agrícolas.
Un cabal propósito de remediación de los conflictos sociales requiere dotar a la cultura de un carácter tan primordial como el reconocido a las esferas política y económica. Ante un objetivo de tal dimensión, un genuino proyecto de fomento cultural habrá de considerar la complementación del entorno y de la cultura como artefacto humanístico de regeneración, desplegando las herramientas y recursos que sean precisos para alcanzarla.
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