Este texto trata de Rafael Evans. Y no. A veces me he preguntado ¿por qué hacer “cultura” independiente? y entrecomillo la palabra para generalizar porque aplica para escritores, pintores, fotógrafos, actores, y un largo, largo etcétera.
Pero volvamos a las preguntas, ¿por qué un grupo de artistas botea en una esquina de la ciudad para conseguir dinero y así montar la escenografía que se requiere? ¿Por qué, aparte de horas extenuantes de ensayos, todavía hay que preparar las órdenes de carnes en su jugo para venderlas y tener gasolina para ir a una colonia lejana?, ¿por qué hay ir a hacer antesala durante horas con empresarios, funcionarios culturales o políticos para conseguir un apoyo?, ¿por qué terminar endeudado, simplemente, por mostrar un poco de arte en la ciudad?
En resumidas cuentas, ¿qué es lo que hace a un artista meterse en camisa de once varas para realizar una actividad cultural?
Sabemos que, al menos en la teoría, hay instituciones creadas por el gobierno para cumplir, acercar o mostrar diferentes muestras artísticas a todos los ciudadanos. ¿Son acaso esos lineamientos culturales tan débiles, exangües o favoritistas que los demás artistas prefieren hacer un esfuerzo por su cuenta?
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Es por eso que hoy mi texto va para ellos: esos creadores que desde la periferia han acercado el arte a los ciudadanos yéndolos a buscar. Como Rafael Evans. Él era de esa categoría.
Desde que regresó a Ciudad Obregón, después de estar varios años fuera, de inmediato empezó a mostrar otras formas de ver y vivir el teatro. De enseñarnos esa confrontación que existe entre el libreto, la interpretación y la realidad que nos abofetea diariamente.
Nos mostró historias que nos conmovían en los lugares más impredecibles de la ciudad como una cantina, un cementerio, el hotel más antiguo del municipio, la azotea del mercado municipal, un cine olvidado, las vías del ferrocarril, y otros lugares más extraños como el lugar exacto dónde había ocurrido una balacera.
Soy consciente de que utilizar todos esos sitios para la representación de una obra no es algo nuevo. En otras ciudades lo hacen desde hace años y lo siguen haciendo, pero para muchos de aquí era una propuesta diferente, una anomalía que daba muchas veces bocanadas de aire para oxigenar la vida cultural en ocasiones anodina e insensible.
Recuerdo una fotografía en especial en la casa de Rafael. En ella, se ve el perfil de un pequeño trabajador del mercado de abastos. Es una cara chamagosa, me atrevo a señalar que todavía con legañas. No parece de más de diez años. Supe que detuvo su trajinar diario, volteó una jaba de madera y se sentó a ver la obra de teatro que Rafa y varios integrantes del colectivo presentaban en ese momento. El niño no lo podía creer. ¿Qué no el teatro era un recinto con aspiraciones amarmoladas y butacas de terciopelo roído? ¿Acaso la central de abastos se había convertido en un teatro? Sí, para él, que no tenía forma alguna de ir a una obra, tal vez por una cuestión económica, muy posiblemente porque en su horizonte de prioridades pasar una hora sentado frente a un espectáculo de ese tipo no era permisible.
Durante una hora se carcajeó, se emocionó con las actuaciones, se preocupó cuando el héroe podía perder. Al final, confesó, que nunca había visto ninguna obra y que le contaría a sus amiguitos que todos deberían sentir esa experiencia. Levantó la jaba y se fue a seguir trabajando.
Eso hacen los artistas independientes: van a sitios donde a veces la burocracia no se asoma por falta de tiempo y de ganas. Van a aquellos lugares necesitados de la ciudad. Van al corazón.
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Mi texto, que es un texto de agradecimiento, va para esos artistas independientes. Para todos aquellos integrantes del colectivo que han mostrado su arte. Y va para el Rafa Evans, que sin él no hubiera sido posible.
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