La incisión genera la forma, siendo efecto del pulso y de la mirada, pero, antes que de ello, a partir de una visión del mundo ―que finalmente se habrá de compartir a través de la ventana que es la obra―, y, además, partiendo de un afán de trascendencia que resulta imposible de acallar.
Plagado el mundo interior del artista de los postulados que la realidad le sugiere, la creación es el edicto urgente que les habrá de revelar ante la colectividad. En su prédica, a diferencia de la epistemología científica, las propiedades conceptuales de la norma que un artista promulga las define la simbolización. Tales figuraciones conllevan al ropaje de las formas, domesticadas o transgredidas; de las tonalidades, que son posibles no sólo con el color, sino también con el destemple de la superficie, conducida hacia las más insospechadas texturas monocromas.
La selva de símbolos advertida por Turner, retumbará en la percepción de quien contempla el trasfondo de un mar ignoto; un muro de ladrillo inconcluso, o en ruinas; cabellos que se tejen y abrigan; caballos que destejen y develan; cruces indecisas; cielos borrascosos; peces que huyen, que vuelan, que aceptan su destino.
Lee también Paréntesis | Ensayo Quirúrgico de Miranda García
Ya no estará allí la mano creadora para indicar el sentido, pues fue mucho antes ―una, dos, tres, cuatro décadas atrás, o más― que en el mismo sitio habitó, y será tarea de la mirada otra la lectura de sus significantes.
Mientras el pincel deja una mínima ocasión para la casualidad y la imprecisión cómplice, la incisión en el grabado expurga la intuición, la sospecha, el pensar, para determinar, entonces sí sin miramientos, la enunciación precisa del artista.
Con el transcurso del tiempo, el arte es decantado por las épocas, permitiendo distinguir las cartas de navegación que en distintos momentos condujeron al artista del estero de los primeros trazos sobre la arena, a los mares del más agreste oleaje. Ha sido allí, justo, donde parecería imposible estampar las grafías que relataran los apremios, donde Adán Romero Valencia ha signado los de su ruta vital, y también, incluso, los del arte sonorense.
Su pulso, a la distancia, es retrato memorioso que consta en la evocación del águila fundacional, del sustrato étnico, de los muertos de nuestra in/felicidad; es también premonición verificada, cuando tras contemplar la añeja obra, presenciamos las conflagraciones que nos ha traído el tiempo, entre los diversos mundos que conforman al orbe, o en las entrañas de la propia nación; en el refugio de una cueva, el hambre; ante el precipicio, la soledad; ante el mar, que es origen, un eterno retorno.
La mano elevada de un profeta no es su gesto, sino una digitación inexorablemente comprometida. Asumiendo una postura existencial ―artística, pero agudamente empática con las vicisitudes del entorno―, la obra del maestro Romero Valencia despliega un manifiesto que reconoce a aquel factor, el tiempo, no como transcurso mecánico, sino como encadenamiento de las contradicciones humanas, en las cuales lo humano no se constriñe a una experiencia que conjugue las virtudes y mezquindades de un ente biológico, sino que debe ser advertido como la más honda dimensión política del ser.
¡Suscríbete a nuestro Newsletter y recibe las noticias directo a tu correo electrónico
El firme trazo del autor no pretende la heroicidad, pero el torrente de símbolos que su obra porta conduce a pretender, por cuenta propia, hurgar en el trasfondo de un latir que se reconoce sino común, declarándole portavoz de la contemplación, en un tiempo impregnado por el desasosiego. Un arte traído de la caverna íntima, grabado en nuestro exoesqueleto, convida a través de las décadas a remontar en brazos de la evocación.
¿Ya nos sigues en WhatsApp? Regístrate con un solo clic en nuestro canal