Federico no conocía el amor hasta que contrajo Covid-19. Si bien, la suerte con las mujeres de este empleado de centro de llamadas en inglés no era mala, pues en su vida amorosa destacaban tres relaciones sentimentales, así como numerosos romances fugaces, él no sabía.
“De hecho me pregunté si era gay”, dijo entre risas antes de mirar la taza de café americano sin azúcar frente a sí y suspirar, “para mí era algo natural comenzar un noviazgo si una mujer quería relacionarse conmigo y todavía cuando eso no pasaba, no me afectaba mucho, la verdad”.
El hombre de 27 años rompió con su última novia poco antes de que comenzara la pandemia por Covid-19, no por un problema o disputa en particular, sino porque la relación se había atascado en un punto en el que ninguno de los dos podía avanzar como persona.
Ambos eran su pareja más longeva, pues dos años fueron vertidos en ese noviazgo, pero –incluso- cuando le ayudó a llevarse sus pertenencias del departamento, Federico no sintió la necesidad de detener la ruptura y pedir otra oportunidad.
Por supuesto que se sentía defraudado, ella era bonita e inteligente, además de graciosa y calmada, cualquier hombre se sentiría afortunado, pero él, por admisión propia, era incapaz de sentirse devastado por la despedida de su novia.
Cuando ella, durante la última disputa que tuvieron, le confesó entre lágrimas que le había sido infiel con otro hombre, él nunca perdió los estribos y, de la manera más cortés posible, sugirió terminar la relación por el bien de ambos.
“El trabajo y mi Playstation 4 me ayudaron a evadirme, pero todavía después de lo que pasó me preguntaba si era normal que tomara las cosas con tanta calma, porque no podía ser posible que me sintiera tan poco herido”, explicó.
Llegó la pandemia
En marzo, Sonora registró los primeros casos de un virus proveniente de China y, como una historia de ciencia ficción, la sociedad se vio obligada a cambiar sus hábitos para adoptar protocolos de sanidad que mantendrían protegida a la población.
Sin embargo, esto no afectó gran cosa a Federico, quien siempre fue una persona hogareña y que el mundo exterior estuviera parcialmente restringido, no le provocaba ansiedad alguna, así que su vida transcurrió de forma normal.
De repente los números de decesos derivados de complicaciones por esta enfermedad, llamada Covid-19, comenzaron a escalar, llegando a su cresta durante los meses de julio y agosto, pero ello no perturbaba la vida ordinaria de nuestro protagonista.
Sin embargo, una mañana de octubre, Federico notó que había perdido el sentido del gusto y no podía oler el desayuno que estaba cocinando. Palideció. Buscó ayuda en Internet y acudió a hacerse una prueba de antígenos, misma que confirmó su mayor temor.
“Me dijeron que debía permanecer en casa y que sólo en caso de desarrollar complicaciones acudir a un hospital, pero estar encerrado sabiéndome enfermo de algo que podía matarme me trajo mucho estrés”, narró, luego de darle un sonoro sorbo su café “a veces sentía que me faltaba el aire y no sabía si era por la enfermedad o por la ansiedad”.
Sabiendo que no podía enfermarse más de lo que ya estaba, Federico se puso un cubrebocas, tapando los bordes con cinta adhesiva para evitar posibles fugas de su aliento, tomó una botella con gel antibacterial y salió con rumbo a una clínica cercana.
Afortunadamente para él había pocas personas en aquel lugar, pues la segunda ola de Covid-19 no haría acto de presencia sino hasta diciembre, por lo que permaneció en una esquina lo más lejos posible del resto de la gente que esperaba su turno.
Federico había visto las noticias, la persecución que se hizo durante el comienzo de la pandemia hacia los trabajadores de la salud, y temía que, en cualquier momento, alguien se percatara de que su condición, lo acusara de propagar la enfermedad y una chusma iracunda lo persiguiera agitando sus antorchas y botellas de cloro.
Entonces ella se acercó.
“¿Se siente bien?”, le preguntó, con una voz clara y dulce, pero firme. La súbita aparición de aquella enfermera lo había devuelto a la realidad enseguida y, viendo aquella mujer a los ojos, sintió que pudo inhalar con un poco más de tranquilidad. Asintió torpemente con la cabeza.
La enfermera, de cuerpo menudo y semblante más bien infantil, le preguntó a Federico si tenía cita programada, a lo que respondió que no, entonces la mujer le pidió que tomara asiento y ella se encargaría de pasarlo cuando fuera el momento.
“Fue como ver a la Venus de Milo con tapabocas quirúrgico, aunque sólo fueron unas palabras, me sentí mucho más tranquilo y pude pensar mejor, mi respiración también se normalizó y, aunque me sentía mareado por la fiebre, ya no estaba a punto de desmayarme”, expuso.
Aquella mujer debió notar la perturbación en los ojos de Federico, pues le llevó un vaso con café con el propósito de tranquilizarlo y, esperando que nadie estuviera presente, se quitó el cubrebocas y tomó la bebida.
Aquello lógicamente no le sabía a nada, pero una vez que la cafeína llegó al torrente sanguíneo de Federico, experimentó una leve sensación de sosiego; ahora sabía por qué siempre ofrecían café a las víctimas de delito en las series de policías.
El paciente de Covid-19 miró a la enfermera moverse de un lugar a otro, atendiendo a las personas que ingresaban a la clínica, y no pasó mucho tiempo antes de que se percatara de que disfrutaba verla recorrer los pasillos con agilidad y gracia, como si fuera el hada del hospital.
Cuando llegó su turno de ser atendido, el joven hizo un chasquido con la lengua en señal de fastidio, pues ya no vería a la jovencita trabajar. El médico, un hombre mayor vestido con prendas aislantes sospechosamente improvisadas, lo reprendió por salir de casa siendo un caso semiasintomático; le recetó unas pastillas y lo mandó de nuevo a su departamento.
Antes de salir del lugar, Federico extendió el cuello para buscar con la mirada a la enfermera que lo había tranquilizado, y la alcanzó a ver una última vez caminando con diligencia y por un breve instante intercambiaron miradas.
Él procedió a levantar su mano para despedirse, pero se detuvo abruptamente, pensando que se vería ridículo despidiéndose de una mujer con quien ni siquiera pudo cruzar palabra, por lo que apuró su paso y salió del sitio.
Durante los días siguientes, Federico no pudo dejar de pensar en la amable enfermera que le compró café, pensó incluso en ir a verla una vez se recuperara, pero recordó lo ocupada que debía estar y optó por dejar las cosas así.
“Era la primera vez que quería decirle a una mujer lo agradecido que estaba, pero al mismo tiempo me ‘ni siquiera viste su rostro completo, no le des más vueltas’, pero entre más quería dejar de pensar en eso, más me aferraba”, dijo entre risas.
Un mes pasó y con ello los síntomas del Covid-19 desaparecieron. Federico nunca descartó volver a la clínica pavoneando su inmunidad temporal, al menos para cerrar el círculo y agradecer a la enfermera, pero siente que todavía no es el momento.
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Quizás cuando termine la pandemia y el mundo regrese a su previa cotidianeidad, Federico pueda volver a la clínica y ver a su musa cara a cara para agradecerle… Y quizás invitarle un café.