Hasta hace algunos años, el Día de San Juan, celebrado cada 24 de junio, era una tradición en mi familia que involucraba elementos culturales populares, creencias y actividades tradicionales.
Mi abuela materna, quien se crio y vivió tal vez la mitad de sus casi 98 años en un par de campos de la Costa de Hermosillo, nos enseñó y heredó un poco el gusto por recordar esta fecha.
Cada año, con la precipitación del calor que nos recuerda que en el desierto la primavera no es como la añoramos, mi nana Tere se preparaba comprando piña y piloncillo; la piña ha de haber sido muy sabrosa, la imagino dulce y fresca, jugosa y sin escaldar.
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Pero, sin duda, lo que aún me parece que degusto es la fermentación de las cáscaras de piña con agua y piloncillo.
Depositaba estos productos naturales en un pichel y con una servilleta de tela y la correspondiente tapadera, lo protegía del polvo, de la luz y de los ojos curiosos, para tener como resultado -después de varios días- una espesa y concentrada bebida de color ámbar oscuro que diluía con cubos de hielo y más agua (para no embriagarnos). Le llamaba tesgüín.
“Allá, en el campo”, era la frase con la que comenzaba sus anécdotas. Pudo ser el Campo La máquina, conocido también como San Fernando, o en el Ejido El Triunfo (que se ubican después y antes de la Calle Doce respectivamente), tenían por costumbre celebrar este día con baño obligatorio, usar un “estreno” de color rojo, comenzaba la temporada de sandía y bebían tesgüín. No tesgüino ni tepache. Tesgüín.
Quizás se decía que el baño era obligatorio porque era un día llovedor, por lo que la gente que trabajaba en el campo esperaba este regalo divino de San Juan, por el calor y para que el agua llegara a las tierritas.
Aunque mi teoría personal es que el baño y la ingesta de sandía eran para mitigar el calor ya que en esos tiempos no tenían aire acondicionado, tal vez entonces ni “cúler” tenían.
Juan Colorado tenía la gracia de curar a "niños pujones"
Otro elemento a recordar en esta fecha por las vivencias de mi abuela, era “el don” con el que era bendecido quien naciera ese día. Claro, siempre y cuando no le quitaran “la gracia” y lo bautizaran con el nombre de Juan o Juana, como indicaba el calendario tradicional.
En la familia no pudo hacernos falta uno, el nuestro era sobrino de mi abuela, identificado como Juan Colorado; era un hombre alto, rubio, de ojos claros y con la piel curtida por el sol y el trabajo del campo.
Y era hasta el campo, a donde “iban a buscarlo las mujeres”, decía mi abuela, que tenían un hijo pujón; descrito como el esfuerzo que hacen los bebés -como un pujido-, adjudicado a que los cargó una mujer menstruando. Algo que los médicos y padres modernos no creen… Pero yo he seguido viendo niños pujones, que aprietan con esfuerzo la carita y sus manos.
Volviendo a la historia y la obligación moral de Juan Colorado. Él tenía que ir hasta donde estaba el niño pujón y sobarlo, y luego, atarle en la muñeca un trocito de su camisa, para que se curara. “Siempre traía la ropa desgarrada”, contaba mi abuela.
Cuando ella vino a vivir a Hermosillo, cambió su rutina de atender hijos, nietos, sobrinos y abonados en el campo para hacerlo en la ciudad; siguió y seguimos comiendo sandía cada 24 de junio, para contrarrestar el calor. Hasta la fecha yo procuro si no estrenar, al menos sí usar una prenda de color rojo… Y bañarme, llueva o no.
Mi abuela ya no está con nosotros, pero siempre hay alguien que la recuerda por la bebida de sabor fuerte y azucarado: familiares y vecinas.
Y aunque la tradición no debería de morir y su mano santa (como la de todas las abuelas) se extendió hasta las casas contiguas, el fantasma de la diabetes en nuestro perímetro, las prisas que inundaban la vida cotidiana hasta el año pasado, ¡y ahora el coronavirus!, quizás amenacen el recuerdo que se mudó a la ciudad, y que preservaron nuestros ancestros. “Allá, en el campo”.
Nota: su sobrino Juan Colorado también murió hace casi siete años. El último día del novenario de mi abuela.