/ viernes 11 de octubre de 2019

HMO Cuéntame tu Historia | El Castillo

"Me gustaba cuando pasábamos por la presa, ver tanta agua casi llegando a las vías del tren, que estaban en la parte más alta, una inmensidad..."

Soy el más chico de ocho hermanos. Somos cuatro hombres y cuatro mujeres, aún era un niño cuando una de mis hermanas se casó. He de haber tenido 7 u 8 años... no recuerdo mucho de su fiesta, ni recuerdo saber si viajaron de luna de miel, solo recuerdo que fue la primera vez que use un traje, una vestimenta formal.

Se fueron a vivir lejos de donde yo vivía, no sé si mis padres la extrañaban mucho, pero íbamos casi todos los domingos a visitarla, mi padre tenía un pick up Chevrolet de 1979. Sus luces frontales eran redondas y la parrilla de cuadritos, las luces traseras rectangulares y verticales, no estaba pintado, tenía fondo de varios tonos.

Como buen carrocero mi padre nunca tuvo un carro bien pintado, por lo menos yo nunca le vi uno, la tapadera trasera se cerraba con cadenas y ganchos, la madera de la caja estaba vieja y maltratada, así que le pusieron un hule grueso que la tapaba, yo siempre iba atrás, en la caja, me sentaba en la parte del guardafangos, lo tomaba como asiento.

Foto: Carlos Villalba

Me gustaba ir viendo a la gente, cuando cruzaba miradas con alguna persona, le sonreía y le hacia la seña de amor y paz con la mano, casi todos respondían el saludo, era como un experimento para mí, contar cuantas personas saludaban.

El viaje se sentía largo en aquel entonces, era como salir de la ciudad, había muchas partes despobladas. Todo era más verde antes en mi ciudad: naranjos en los camellones de los bulevares, también grandes yucatecos que sus ramas llegaban a cubrir varios carriles de la calle, las partes despobladas con mucha vegetación, hasta una laguna que tengo un leve recuerdo de conocerla.

Me gustaba cuando pasábamos por la presa, ver tanta agua casi llegando a las vías del tren, que estaban en la parte más alta, una inmensidad, nada que ver con el agua que tiene hoy en día.

En aquel entonces se rumoraba en la ciudad que por las madrugadas abrían las compuertas de la presa para vaciarla.

Foto: Carlos Villalba

A veces me tocaba ver el tren pasar en sentido contrario al que llevábamos nosotros, a veces tan largo que lo veíamos por muchos minutos, siempre trataba de contar los vagones pero nunca pude, la velocidad del tren no me dejaba, a veces solo la maquina con uno o dos vagones.

A veces nos deteníamos un momento y bajábamos, pasábamos las vías y lanzábamos piedras al agua, algunas ramas salían del agua, mi padre decía que eran arboles grandes, también veía a otras personas ahí, otras familias que también detenían sus carros para bajar a ver el agua, otros niños también lanzando piedras al agua.

Volvíamos a la carretera, más adelante me gustaba ver ese gran edificio, con sus paredes altísimas, hechas de ladrillos, con torres en las esquinas, era como un gran castillo en medio de la nada, era como un gigante.

¡Mira mamá!, apunté con mi mano y me saludó aquel hombre armado que está en la torre.

*Extracto del libro El Hijo de Don Changel.

Soy el más chico de ocho hermanos. Somos cuatro hombres y cuatro mujeres, aún era un niño cuando una de mis hermanas se casó. He de haber tenido 7 u 8 años... no recuerdo mucho de su fiesta, ni recuerdo saber si viajaron de luna de miel, solo recuerdo que fue la primera vez que use un traje, una vestimenta formal.

Se fueron a vivir lejos de donde yo vivía, no sé si mis padres la extrañaban mucho, pero íbamos casi todos los domingos a visitarla, mi padre tenía un pick up Chevrolet de 1979. Sus luces frontales eran redondas y la parrilla de cuadritos, las luces traseras rectangulares y verticales, no estaba pintado, tenía fondo de varios tonos.

Como buen carrocero mi padre nunca tuvo un carro bien pintado, por lo menos yo nunca le vi uno, la tapadera trasera se cerraba con cadenas y ganchos, la madera de la caja estaba vieja y maltratada, así que le pusieron un hule grueso que la tapaba, yo siempre iba atrás, en la caja, me sentaba en la parte del guardafangos, lo tomaba como asiento.

Foto: Carlos Villalba

Me gustaba ir viendo a la gente, cuando cruzaba miradas con alguna persona, le sonreía y le hacia la seña de amor y paz con la mano, casi todos respondían el saludo, era como un experimento para mí, contar cuantas personas saludaban.

El viaje se sentía largo en aquel entonces, era como salir de la ciudad, había muchas partes despobladas. Todo era más verde antes en mi ciudad: naranjos en los camellones de los bulevares, también grandes yucatecos que sus ramas llegaban a cubrir varios carriles de la calle, las partes despobladas con mucha vegetación, hasta una laguna que tengo un leve recuerdo de conocerla.

Me gustaba cuando pasábamos por la presa, ver tanta agua casi llegando a las vías del tren, que estaban en la parte más alta, una inmensidad, nada que ver con el agua que tiene hoy en día.

En aquel entonces se rumoraba en la ciudad que por las madrugadas abrían las compuertas de la presa para vaciarla.

Foto: Carlos Villalba

A veces me tocaba ver el tren pasar en sentido contrario al que llevábamos nosotros, a veces tan largo que lo veíamos por muchos minutos, siempre trataba de contar los vagones pero nunca pude, la velocidad del tren no me dejaba, a veces solo la maquina con uno o dos vagones.

A veces nos deteníamos un momento y bajábamos, pasábamos las vías y lanzábamos piedras al agua, algunas ramas salían del agua, mi padre decía que eran arboles grandes, también veía a otras personas ahí, otras familias que también detenían sus carros para bajar a ver el agua, otros niños también lanzando piedras al agua.

Volvíamos a la carretera, más adelante me gustaba ver ese gran edificio, con sus paredes altísimas, hechas de ladrillos, con torres en las esquinas, era como un gran castillo en medio de la nada, era como un gigante.

¡Mira mamá!, apunté con mi mano y me saludó aquel hombre armado que está en la torre.

*Extracto del libro El Hijo de Don Changel.

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