/ viernes 4 de octubre de 2019

HMO cuéntame tu historia | Un gallo bravo en la ciudad

Mis dudas se disiparon cuando uno de los primos preguntó a mi mamá: “¿Te acuerdas que cuando empezó a caminar le tenía miedo a las plumas del gallo?”, ¡e imitó mis movimientos!

La imagen parece hablar por sí misma: una niña se acerca con precaución al lugar donde hay un perro y un gallo, cada uno atado con una cuerda a un improvisado poste de madera.

Es el patio de una casa en una colonia del norte de Hermosillo, a mediados de los 70, con piso de tierra, macetas improvisadas con ollas y baldes, cuando los perros eran animales domésticos mas no parte de una familia, como ahora, y cuando “amarrar a un gallo (y a un perro) no significaba que se cometiera maltrato animal.

Y sí, la niña, que era yo, se acerca particularmente al gallo con precaución. Me explico. El primer recuerdo de mi vida es de cuando tenía menos de un año. ¡De verdad que es posible tener recuerdos a esa edad!

Fuimos varios los niños que nos criamos en la casa de la abuela materna, ahí comenzamos a gatear y a caminar ayudados por una andadera. Para salir de la cocina al patio había un escalón que era muy alto, así que se evitaban nuestras caídas de mollera y otros golpes atravesando una silla en la parte interior de la puerta.

Sin embargo, el método para mí fue diferente: tal vez al principio de mi aprendizaje ocupé la silla en la puerta. Después, unas plumas del gallo blanco con cresta roja -que después supe que permanecía atado en el patio- eran el remedio para que no me acercara al simbólico precipicio.

En mis recuerdos me veo agitando mis bracitos a los lados, como si fuera patinadora que procura el impulso y, con sonrisa traviesa recorrer el espacio dispuesto para circular hasta antes de llegar al escalón.

Ahí era cuando veía las plumas y de-cía “¡Uy!”, y me regresaba.

¿Cuántas veces repetí la operación de autoprotección? ¿En qué momento comencé a tenerle miedo al gallo? ¿Me picó, me correteó, lo vi lastimando a alguien? Son respuestas que no tengo, lo único que he sabido de la memoria colectiva familiar es que el gallo era “muy bravo”.

El perro se llamaba Moi, es también la primera mascota que recuerdo, y si aparece amarrado en la foto es porque lo habían bañado y estaba secándose. La única falta del pobre era que se enfermaba de tos y mi abuela le ponía un collar de limones tatemados con el que paseaba por la calle.

Por muchos años y a distintas personas he presumido esta época y mi buena memoria para capturar esos momentos. Pero la verdad es que en ocasiones llegaba a pensar que eran producto de mi imaginación.

Hasta que un Año Nuevo, en la reunión familiar donde nos ponemos nostálgicos y sacarnos al sol los trapitos de la infancia mis dudas se disiparon cuando uno de los primos preguntó a mi mamá: “¿Te acuerdas que cuando empezó a caminar le tenía miedo a las plumas del gallo?”, ¡e imitó mis movimientos!

Desde entonces, por más bonitas, delicadas y finas que sean, las aves no me gustan de cerca. Corretearlas o jugar con ellas no son opciones para mí, las respeto como seres vivos pero no puedo acomedirme a recoger una para colocarla en su nido ni para meter o sacar o cambiar de una jaula o un corral. Que vivan libres y lejos porque todavía las veo en automático digo “¡Uy!”.

La imagen parece hablar por sí misma: una niña se acerca con precaución al lugar donde hay un perro y un gallo, cada uno atado con una cuerda a un improvisado poste de madera.

Es el patio de una casa en una colonia del norte de Hermosillo, a mediados de los 70, con piso de tierra, macetas improvisadas con ollas y baldes, cuando los perros eran animales domésticos mas no parte de una familia, como ahora, y cuando “amarrar a un gallo (y a un perro) no significaba que se cometiera maltrato animal.

Y sí, la niña, que era yo, se acerca particularmente al gallo con precaución. Me explico. El primer recuerdo de mi vida es de cuando tenía menos de un año. ¡De verdad que es posible tener recuerdos a esa edad!

Fuimos varios los niños que nos criamos en la casa de la abuela materna, ahí comenzamos a gatear y a caminar ayudados por una andadera. Para salir de la cocina al patio había un escalón que era muy alto, así que se evitaban nuestras caídas de mollera y otros golpes atravesando una silla en la parte interior de la puerta.

Sin embargo, el método para mí fue diferente: tal vez al principio de mi aprendizaje ocupé la silla en la puerta. Después, unas plumas del gallo blanco con cresta roja -que después supe que permanecía atado en el patio- eran el remedio para que no me acercara al simbólico precipicio.

En mis recuerdos me veo agitando mis bracitos a los lados, como si fuera patinadora que procura el impulso y, con sonrisa traviesa recorrer el espacio dispuesto para circular hasta antes de llegar al escalón.

Ahí era cuando veía las plumas y de-cía “¡Uy!”, y me regresaba.

¿Cuántas veces repetí la operación de autoprotección? ¿En qué momento comencé a tenerle miedo al gallo? ¿Me picó, me correteó, lo vi lastimando a alguien? Son respuestas que no tengo, lo único que he sabido de la memoria colectiva familiar es que el gallo era “muy bravo”.

El perro se llamaba Moi, es también la primera mascota que recuerdo, y si aparece amarrado en la foto es porque lo habían bañado y estaba secándose. La única falta del pobre era que se enfermaba de tos y mi abuela le ponía un collar de limones tatemados con el que paseaba por la calle.

Por muchos años y a distintas personas he presumido esta época y mi buena memoria para capturar esos momentos. Pero la verdad es que en ocasiones llegaba a pensar que eran producto de mi imaginación.

Hasta que un Año Nuevo, en la reunión familiar donde nos ponemos nostálgicos y sacarnos al sol los trapitos de la infancia mis dudas se disiparon cuando uno de los primos preguntó a mi mamá: “¿Te acuerdas que cuando empezó a caminar le tenía miedo a las plumas del gallo?”, ¡e imitó mis movimientos!

Desde entonces, por más bonitas, delicadas y finas que sean, las aves no me gustan de cerca. Corretearlas o jugar con ellas no son opciones para mí, las respeto como seres vivos pero no puedo acomedirme a recoger una para colocarla en su nido ni para meter o sacar o cambiar de una jaula o un corral. Que vivan libres y lejos porque todavía las veo en automático digo “¡Uy!”.

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