Recordando aquellos domingos familiares en Topahue, cuando desde temprano el chamaquero nos levantábamos con aquella emoción que saldríamos a pasear.
Mientras mi apá checaba el carro, mi amá y los hermanos mayores subían lo que se iba a ocupar: toallas, galones de agua, el pan Bimbo, mayonesa, la bolonia, las sodas y las papitas que no podían faltar.
Muy importante era ir corriendo a casa de los vecinos a invitar a los amiguitos: ¡dile a tu mamá que te deje ir con nosotros! y el vecinito, así con cara de emoción: ¡Dile a tu mamá que venga ella a decirle a mi ma', andaleee!
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Ya todo listo empezaba la emoción de la aventura, los más chicos sentados hasta el frente de la caja del pickup, mientras los mayores recargados en la tapadera vigilándolos (eran los únicos autorizados para ir sentados ahí).
En el interior, siempre el papá checando por el espejo retrovisor que todo fuera bien atrás y la mamá con el hermano más chico en sus piernas, mientras no paraba de gritar: ¡chamacos no se vayan a caer, "estense" sentados!
Mientras nosotros reíamos, cantábamos o simplemente íbamos pensando en llegar pronto a nuestro destino, disfrutando del aire que nos despeinaba y viendo emocionados los tráiler que nos rebasaban.
Llegando a San Pedro era de regla cargar gasolina y aprovechar para entrar a los baños y realizar alguna compra de último momento. Ahora sí, directos al paseo de Topahue y al llegar al puente y bajarlo era una gritona: ¡Mira una vacaaa! O ¡Mira qué bonito, qué verde está!
Por último, llegábamos a nuestro destino, emocionados nos parábamos en la caja del carro para ir viendo aquellas aguas que para nuestra edad e inocencia eran un oasis de diversión. Volvíamos a la realidad con el grito de la mamá: ¡Eitt chamacos váyanse fijando dónde hay una sombra para estacionarnos!
Chapuzones, sándwiches, golpes, raspones, gritos, regaños y "apuchadas" al carro para que prendiera; así transcurría ese domingo familiar.
Ya cayendo la tarde, y llegándose la hora de retirarnos, empezábamos a juntar todo y siempre era la misma imagen: ver a mi apá con el cofre abierto y sentado en el motor tratando de arreglarle algo para nos quedarnos tirados a medio camino.
Salíamos queriendo oscurecer y ya no era la misma algarabía de cuando íbamos, unos cansado, se acostaban y uno que otro venía despierto pensando en que se llegara ya el otro fin de semana para volver a Topahue.
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Ya de regreso no veíamos los tráilers, nomás escuchábamos el fuerte ruido cuando pasaban pegaditos a nosotros y la gran señal que íbamos llegando a la ciudad era el delicioso "aroma a café" cuando íbamos pasando por el Café Combate.
Llegábamos a la casa y mientras unos bajaban las cosas, otros cargaban a los hermanos más chicos que venían dormidos y por último encaminar a su casa a quien le dieron permiso de acompañarnos. Así amigos doy por concluido un capítulo más de nuestras vidas y sobre todo de aquel Hermosillo que muchos extrañamos.
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