PARIS, Francia – El desastroso manejo del Brexit puso en evidencia la incompetencia de la clase política británica —envilecida por las intrigas, divisiones, ambiciones y una prodigiosa incapacidad de asumir riesgos— así como la falta de coraje e imaginación de una primera ministra que, durante los 33 meses que duró ese proceso, se empeñó en “patear la lata hacia adelante”.
Esos dirigentes —considerados como los diplomáticos más hábiles y los funcionarios más eficientes del mundo— fueron incapaces de superar los obstáculos que planteaba la negociación con los otros 27 miembros de la Unión Europea (UE). Ese famoso establishment, que durante siglos fue uno de los principales pilares de la corona, terminó de extinguirse con el Brexit. Los historiadores se sentirán probablemente tentados en el futuro de decir que el imperio británico desapareció realmente luego del fracaso estrepitoso de su negociación con Bruselas para definir las condiciones de su separación de la UE tras 46 años de vida en común.
En los 1.003 días exactos que transcurrieron desde el referéndum del 23 de junio de 2016 sobre el Brexit, Londres recurrió a gabinetes de cazadores de cerebros para reclutar expertos en centenares de disciplinas técnicas de la futura negociación y creó una task force para pilotear las discusiones. Pero ese auténtico ejército resultó paralizado por las incoherencias políticas de los partidarios de un Brexit duro, como el extravagante canciller Boris Johnson, los titubeos de los responsables de las discusiones y la impericia de Theresa May.
Los europeos —a pesar de sus divisiones ideológicas y de su fama de indisciplinados— sorprendieron a los británicos con una unidad que no presentó una sola fisura en su unidad.
Más allá de sus aspectos formales, los partidarios más enardecidos del Brexit —como Boris Johnson o el grotesco Nigel Farage— obtuvieron el resultado exactamente opuesto al que buscaban. En lugar de la soberanía política y la mayor independencia comercial que buscaban, la catastrófica negociación sobre el Brexit afectó la credibilidad, y ahora amenaza con reducir la capacidad de influencia y rebajar el nivel de Gran Bretaña en el concierto de las potencias europeas. Algunos analistas políticos piensan —aunque no se atreven a decirlo en público— que 204 años después de la victoria de Wellington contra Napoleón, los británicos corren el riesgo de sufrir su propio Waterloo.
Por lo pronto, el riesgo de reimplantar una frontera entre la República de Irlanda y la provincia británica del Ulster (Irlanda del Norte) colocó en serio peligro la frágil pacificación lograda con los acuerdos del Viernes Santo en 1998.
El Brexit también alentó las ilusiones de los independentistas en Escocia y Gales, y —de hecho— planteó una grave amenaza de atomización para el reino que permanecía unido desde el siglo XVI.
La situación puede ser igualmente dramática desde el punto de vista económico. Según cuál sea la fórmula final de salida, el costo del Brexit para la economía británica podría ser de 57.300 millones de euros por año (873 euros anuales por habitante), estimó un reciente estudio del instituto Bertelsmann. El país perderá también 750.000 inmigrantes, en su mayor parte altamente calificados. Esa cifra no incluye los 40.000 a 45.000 millones de euros que deberá pagar Londres por los compromisos financieros asumidos antes del referéndum con la UE. Gracias al escalonamiento de esa deuda, los contribuyentes británicos podrán terminar de pagar en… 2064.
El resto de Europa no saldrá ilesa: los 27 perderán entre 40.000 y 57.000 millones de dólares.
Los grandes ganadores de ese Monopoly serán, curiosamente, Estados Unidos (que acumulará 13.200 millones de euros suplementarios de ganancia), China (5.300), India (2.500), Japón (2.000) y Brasil (1.900).
Los costos comenzaron inmediatamente después del referéndum: en dos años y medio, la libra perdió 16% frente al dólar, la economía se redujo en 2,5% y la decisión de abandonar la UE le costó 500 millones de euros por semana al Estado británico (26.000 millones en total). Al ritmo actual, el PIB de Gran Bretaña retrocederá 9,3% en 15 años, confesó May ante el Parlamento.
Mucho más penoso será reparar la pérdida de confianza de la opinión pública en su clase política. Cuando un ciudadano vota por un candidato, confía —esencialmente— en su competencia y su capacidad de decidir en medio de condiciones difíciles, incluso en circunstancias críticas, y de saber prescindir de las mezquindades de la lucha política. No fue el caso. Tanto conservadores como laboristas, sin excepción, actuaron guiados solo por las tendencias que mostraban los sondeos, la brújula de sus intereses personales y el GPS de sus ambiciones sin prestar la menor atención al bienestar futuro de sus electores y –mucho menos– a los intereses fundamentales del país.
El Brexit, en ese sentido, puede convertirse en un modelo teórico de ciencias políticas para comprender cómo un imperio desfallece hasta diluirse en la mediocridad de la historia.